Es diciembre de 2006. Un viernes cualquiera a la hora de salir del trabajo. Viajo en el coche con una compañera y la charla me lleva a no escuchar el móvil que suena.
Fuera del coche, miro el teléfono y veo una llamada perdida de un número desconocido. En aquella época tenía la costumbre de devolver las llamadas (ahora suelo tener los móviles apagados), y al hacerlo me cuentan desde el otro lado que no nos conocemos, pero que son unas diseñadoras de moda que desfilan en la II Semana de la Moda de Valencia, que han visto mi trabajo y quieren que les haga una colección para su pasarela.
Casi sin poder hablar les digo que sí, que me interesa y que podemos ir hablando del tema. Ingenua de mí pienso que seguro que hay tiempo para montarlo todo, pero aún así pregunto cuándo es el evento, y me entra el vértigo, ¡sólo tengo un mes para concebir las piezas y realizarlas! Además estamos en plena campaña navideña en el trabajo y estoy preparándome el carnet de la moto. Vamos una locura deliciosa.
Partimos de unos bocetos sencillos y un par de conversaciones con las diseñadoras de La Fierecilla Domada.
Fueron días en los que apenas dormía un par de horas cada día, perdía la piel de los dedos, los ojos lloraban… Y al final conseguí terminar la colección aunque sólo media hora antes de que diera comienzo el desfile.
Es interesante esto de un desfile de moda. El ritmo en el backstage es frenético, corres casi por cualquier cosa. Ves a las modelos, vestidas de cualquier manera, sentadas en el suelo, mordiendo algún pedazo de algo que parece bollería industrial, pero con una etiqueta enorme que reza Light. Pierden el tiempo antes de las interminables sesiones de peluquería y maquillaje.
Te encierras en tu cubículo a terminar de ajustar mil cosas. Sales, entras, vuelves a salir. Te encuentras con algunos diseñadores para los que eres completamente invisible y otros que se paran a hablar contigo, como si tú fueras también una ‘estrella’.
- No, disculpa, yo no soy artista, soy artesana.
Desde la organización te dicen que te quedan cinco minutos, ¡cinco minutos! Y piensas que no te da tiempo a salir. Pero siempre hay alguien con muchísima más experiencia que tú que te dice que si son cinco minutos hay que sentirse bien, normalmente te avisan porque tenías que haber salido ya.
Todo listo, tu papel ha terminado. Decides que verás el desfile. Y al salir te encuentras con tus amigos, que esperan impacientes, que te apoyan, te sonríen que te preguntan continuamente si estás nerviosa.
- ¿Qué si estoy nerviosa? Mira, estoy atacada, en las venas ya no me queda sangre, como esto no empiece pronto a mi me da un tabardillo.
Bajan las luces, suena la música y ahí está. El primer maniquí que sale luce tus joyas. Y tus amigos que te dicen que les vayas explicando. Y tú que sólo quieres estar pendiente de lo que ocurre e intentar disfrutar dejando a un lado la tensión.
Veinte minutos, sólo veinte minutos y todo termina. En ese momento puedes respirar, y por supuesto, sentirte satisfecha por el trabajo bien hecho y porque sabes que a la gente le ha gustado. A algunas modelos también, a juzgar porque casi una cuarta parte de las piezas ha desaparecido antes de llegar a camerinos. Y una que se consuela con eso de que no se roba lo que no gusta. Y alguien de la organización que te pregunta si lo quieres denunciar.
Vuelves al backstage, las diseñadoras te abrazan, te felicitan. Las muestras de afecto se magnifican en este momento. De repente empiezas a ser un poquito visible para aquellos que ni te habían mirado anteriormente.
Recoges. Te miras en un espejo. Ves tu cara, demacrada, blanca y piensas.
- Necesito una cerveza bien fría. ¿Alguien viene?
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