martes, 18 de mayo de 2010

LOS MUERTOS - JAMES JOYCE


Estaba profundamente dormida.

Gabriel, apoyándose en el codo, la contempló unos instantes y miró sin resentimiento su pelo enredado y su boca entreabierta, escuchando el sonido de su profunda respiración. Así que ella había tenido ese romántico momento en su vida: un hombre había muerto por ella. Apenas le preocupaba pensar en el papel tan insignificante que él, su marido, había desempeñado en esa misma vida. La observó mientras dormía como si él y ella no hubieran vivido nunca como marido y mujer. Su mirada curiosa se detuvo un largo rato en su rostro y en su cabello; y al pensar en cómo había debido ser entonces, en los días de su adolescencia en flor, una compasión extraña y afectuosa le invadió el alma. No quería decir, ni siquiera decírselo a sí mismo, que su rostro ya no era hermoso, pero sabía que no era ya el rostro por el que Michael Furey había desafiado a la muerte.

Tal vez Gretta no le hubiera contado toda la historia. Sus ojos se detuvieron en la silla donde había arrojado parte de su ropa. La cinta de una enagua colgaba hasta el suelo. Una de sus botas permanecía de pie, con su fláccido empeine caído; su compañera yacía a su lado. Pensó con extrañeza en el tropel de emociones que se había adueñado de él hacía sólo una hora. ¿De dónde procedía? ¿Qué lo había provocado? La cena de su tía, su propio ridículo discurso, el vino y el baile, las risas y las bromas al darse unos a otros las buenas noches en el vestíbulo, el placer de la caminata por la orilla del río bajo la nieve… ¡pobre tía Julia! Ella también sería pronto una sombra, junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había percibido por espacio de un segundo la consunción en su rostro cuando estaba cantando Ataviada para la boda. Pronto, tal vez, él estaría sentado en ese mismo salón, vestido de negro, con su sombrero de seda en las rodillas. Las persianas estarían corridas y la tía Kate estaría sentada a su lado, sollozando y sonándose la nariz, y contándole cómo había muerto Julia. El buscaría en su mente frases de consuelo y no encontraría más que palabras débiles e inútiles. Sí, sí, eso iba a pasar muy pronto.

El aire frío de la habitación le hizo sentir un estremecimiento en los hombros. Se metió cuidadosamente entre las sábanas y se echó al lado de su mujer. Uno por uno todos se iban convirtiendo en sombras. Era mejor irse a ese otro mundo en plena gloria de una pasión, que desvanecerse y marchitarse con los años. Pensó en cómo la mujer que dormía a su lado había guardado celosamente en su corazón durante muchos años la imagen de los ojos de su amante cuando le dijo que no tenía deseos de vivir.

Lágrimas de generosidad arrasaron los ojos de Gabriel. Nunca había tenido sentimientos así por ninguna mujer, pero sabía que eso debía de ser amor. Las lágrimas se hicieron más copiosas y en la penumbra de la alcoba se imaginó que veía la forma de un hombre de pie bajo un árbol que goteaba. Cerca había otras formas. Su alma se había aproximado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Se sentía consciente de su voluble y vacilante existencia, pero no lograba comprenderla. Su propia identidad se iba disipando hasta formar parte de un mundo gris e impalpable; el mismo sólido mundo en que estos muertos un buen día se criaron y vivieron se iba disolviendo y desapareciendo.

Unos golpes ligeros en los cristales le hicieron dirigir la vista a la ventana. Había empezado a nevar otra vez. Medio dormido contempló los copos, plateados y oscuros, cayendo oblicuamente contra los faroles. Había llegado la hora de ponerse en camino hacia el oeste. Sí, los periódicos tenían razón: la nieve se extendía por toda Irlanda. Estaba cayendo por todas partes en la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, cayendo suavemente sobre el pantano cenagoso de Allen y más hacia el oeste, cayendo para unirse a las olas de las sombrías y rebeldes aguas del río Shannon. Caía también sobre el desolado cementerio de la colina, donde estaba enterrado Michael Furey. Se posaba, espesa, sobre las cruces y lápidas torcidas, sobre los barrotes de la verja, sobre los yermos espinos. Su alma se fue desvaneciendo poco a poco mientras oía el ruido de la nieve cayendo levemente también, como el descenso de su final postrero, sobre los vivos y los muertos.
Los Muertos (James Joyce) - Alianza Editorial (Colección : Alianza Cien)

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