Por Marcos Giralt Torrente
Salí de Madrid hacia Guadalajara resentido y casi alterado por dos acontecimientos recientes: una intervención quirúrgica que me había supuesto la extirpación de mi tiroides derecho y un disgusto del que sólo diré que en un sentido laxo podríamos calificar de laboral y por el que llevaba días sintiéndome injustamente tratado. La ira desatada en la que mi sordo enfado se transformó, de manera imprevista, cuando estaba apunto de tomar el avión en el aeropuerto de Barajas, parece, sin embargo, que fue culpa de mi tiroides, que, incapaz de producir las hormonas necesarias para regular diversas funciones metabólicas de mi organismo, empezó a enviar confusas señales de alarma a todas mis terminales nerviosas. Me recuerdo paseando furioso mientras despachaba por mi móvil las últimas llamadas telefónicas antes de montarme en el avión. Cualquier ligero contratiempo, cualquier roce, cualquier respuesta apresurada de los empleados de la terminal los percibía como una imperdonable agresión; la temperatura corporal se me alteró, se me dilató un ojo (sólo uno) y comenzó a parpadearme por su cuenta, desacompasado del otro. Me asusté y, si bien nadie me había advertido tras la operación que tal cosa podía sucederme mientras mi tiroides no se normalizara, tuve por fortuna la temprana clarividencia de hacer yo mismo la relación causa efecto, y, gracias a un esfuerzo de la voluntad, conseguí sosegarme.
Así llegué a Guadalajara, convaleciente, con una extraña acidez en la lengua y un hormigueo en la nuca como únicos testigos físicos de mi crisis, algo sobreexcitado todavía pero dispuesto a sujetar firmemente las bridas de mi humor, y con una tremenda necesidad de contar lo que me había sucedido. Muchas fueron mis víctimas en los primeros dos días de feria. El escritor Fernando Aramburu, con el que me encontré en una escala en Ciudad de México, mis editores Jorge Herralde y Juan Casamayor, que vinieron a mi encuentro en cuanto supieron de mi llegada, Peter Stamm y su traductor, con los que coincidí en el primer desayuno…. No bien se me acercaba alguien para saludarme o felicitarme, le lanzaba el relato de mi operación y de los extrañísimos efectos que estaba sintiendo. Es evidente que esta omnívora necesidad comunicativa formaba parte del mismo cuadro clínico y, aunque había una zona remota de mi cerebro que lo intuía, yo seguía erre que erre. Se lo conté a Guadalupe Nettel, mientras esperábamos en uno de los salones de la feria el comienzo de la presentación de su último y magnifico libro, se lo conté a sus compatriotas Carmen Boullosa, Jorge Volpi y Antonio Ortuño, se lo conté a los chilenos Arturo Fontaine, ganador del Premio de las Américas, e Isabel Mellado, a los editores Claudio López de Lamadrid y Juan Cerezo, a Eugenia Rico, a Andrés Neuman, a Santiago Roncagliolo y a Ana María Shua, se lo conté a Adam Soboczynski, que conocí en la fiesta de la editorial Tusquects, a la dueña del Gato Verde, un bar de viejos noctámbulos al que fuimos después, a no pocos distribuidores y agentes, así como a prácticamente a todos los periodistas que quisieron entrevistarme; y, si no fuera porque, preso de un ataque de timidez, salté al interior del ascensor en cuanto éste llegó, se lo habría contado a Eduardo Mendoza, que me saludó cuando esperaba en el vestíbulo de un hotel para subir junto a los editores Luis Solano y Ofelia Grande a una fiesta que se celebraba en la azotea. Tan inusitado despliegue comunicativo me ayudó a asimilar mi trastorno y casi a superarlo, a pesar de que sobre la atenta cordialidad de mis interlocutores, de sus empáticos esfuerzos por escuchar y entenderme, también advertí un brillo de incomprensión en su mirada.
Afortunadamente en la mañana del tercer día conseguí callar, cuando ya estaba a punto de hablar demasiado, ante los cándidos alumnos de una escuela técnica a la que me llevaron a disertar sobre el oficio de escritor. Pero lo cierto es que no me sosegué del todo hasta que en los pasillos de la feria y por detrás de los anaqueles de libros empezaron a surgir amigos y recién conocidos que habían sufrido lo mismo. La primera Lolita Bosch, de quien recordaba que había contado sus problemas de tiroides en su librito Japón escrito; luego su amigo Emiliano, a quien le quitaron los dos tiroides y que me dio su tarjeta y me ofreció su ayuda de experto si es que en algún momento la necesitaba, y, por último, el mallorquín Biel Mesquida, que pasó por lo mismo que yo hace un año. Sólo ellos, al referirles mi violento viaje psíquico en el aeropuerto de Barajas, supieron de qué les hablaba. Sólo el relato de sus experiencias tan parecidas me permitió descansar. Su relato y la conciencia repentina de pertenecer desde ya a una secta secreta de supervivientes que deben estar alerta siempre que viajan o que cambia de estación. Al parecer Stevenson y Leonardo da Vinci fueron de los nuestros.
Y entonces, cuando supe que no estaba solo, por fin descansé y pude concentrarme en esta feria maravillosa que se adueña durante dos semanas de la ciudad entera, de los taxis, de los hoteles, de los restaurantes… He conocido escritores que no conocía, me he reencontrado con amigos a los que llevaba tiempo sin ver, he tenido instructivas conversaciones acerca del narco y su incierta solución…, y, sobre todo, cuando mis propias obligaciones me dejaban libre, he asistido como público a cuantos actos he podido y he paseado por entre los stands repletos de volúmenes inmensos de libros, admirado, conmovido por las multitudes respetuosas, reverentes, que lo llenan todo.
Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es autor de la colección de relatos El final del amor (Páginas de Espuma, 2011). Su novela Tiempo de vida (Anagrama, 2010) mereció el último Premio Nacional de Narrativa.
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