Así y todo es justo reconocer que la ciencia económica ha progresado mucho, especialmente en sus técnicas instrumentales. Pero, ¿en qué dirección? ¿Buscando nuevos caminos ante el fracaso o involucionando hacia una torre de marfil? Dejaré la respuesta a un prestigioso premio Nobel de economía, George Stiegler, que se expresó de este modo: «Hace menos de un siglo, un tratado de economía empezaba más o menos así: 'La economía es el estudio de la humanidad en los asuntos ordinarios de la vida'. Hoy esas obras comienzan con frecuencia como sigue: 'Este tratado, inevitablemente extenso, está dedicado a analizar una economía donde las segundas derivadas de la función de utilidad poseen un número finito de discontinuidades. Para abarcar el problema ha sido preciso suponer que cada individuo sólo consume dos bienes y muere después de una semana robertsoniana. Sólo se emplean en el análisis, si bien constantemente, instrumentos matemáticos elementales, como la topología'».
Como todas las caricaturas, ese texto encierra verdades. Por un lado, refleja los grandes avances formales de la teoría, pero por otro muestra su distanciamiento de las complejidades vitales, tendiendo a una ciencia que, si no facción, podría llamarse nobelesca (escrita con b). Ello se debe a que la base de la teoría sigue siendo la misma que en el siglo XVIII, como si las sociedades humanas y sus relaciones mutuas no hubieran variado desde entonces. El error está en pensar, por la creencia en un Orden Natural, que con ideas e instituciones de hace doscientos años se pueden afrontar los nuevos problemas y encauzar la técnica moderna en beneficio de todos. Para demostrar la necesidad de poner al día las ideas económicas basta recordar que, a lo largo de este siglo, la física ha modificado revolucionariamente sus modelos teóricos, aun cuando la estructura de los cuerpos que estudia sigue siendo la misma. ¿Cómo puede pensarse entonces que no es urgente reformar a fondo los supuestos básicos de la ciencia económica, a fin de actuar en unas sociedades que han cambiado tanto? Al capitalismo le debemos el gran progreso que nos trajo desde las monarquías absolutas hasta las democracias surgidas de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Pero si bien el liberalismo de mercado nos dio más libertad, aun a costa de mayor desigualdad, y si el comunismo favoreció la igualdad, con merma de la libertad, ninguno de los dos ha progresado ni siquiera hacia la solidaridad, ya que no a la lejana meta de la fraternidad. Al contrario, al poner el énfasis en el individuo, el capitalismo mercantil socavó los sentimientos de comunidad propios de las sociedades tradicionales y los sigue socavando en el Tercer Mundo sometido a su influencia; mientras el comunismo sólo consiguió imponer una solidaridad forzosa, triste simulacro de la que debe ser interna y auténticamente vivida.
El hecho es que la anacrónica ideología legaliza los intereses del norte y que así se frenan las iniciativas hacia el progreso que podrían surgir en el sur, donde sobrevive el sentido comunitario y donde por eso caben impulsos hacia una mayor solidaridad mundial. Solidaridad mucho más necesaria ahora, sobre un planeta empequeñecido por la técnica de las comunicaciones, donde ninguna cultura puede ya existir aislada.
Como siempre, el encastillado centro evoluciona menos que la fronteriza periferia, cuya caótica apariencia se debe precisamente a encontrarse en ebullición. El norte apenas concibe iniciativas importantes salvo en el campo de la ciencia y de la técnica, con lo que aún se agrava más el desequilibrio creado por el anacronismo de las petrificadas ideas. Por eso hay muchos más gérmenes de futuro social en la vasta periferia que en los países avanzados. El caduco modelo desarrollista del norte está agotado, aunque sólo sea porque su tendencia expansiva tropieza por lo menos con dos límites: uno, la naturaleza, cuya explotación no puede continuar mucho tiempo siendo tan destructora como hasta hoy; y, otro, las reivindicaciones políticas y económicas del sur, cada vez más consciente de que sus problemas no tendrán solución mientras el norte imponga las decisiones más convenientes para su beneficio. Aunque el norte ya no habla de colonización, como hace un siglo, sino de interdependencia, el delegado de China en las Naciones Unidas objetó en su día que si la relación propuesta era la existente entre un jinete y su caballo —desde luego interdependientes—, ellos no admiten ya más tiempo el papel de caballo. Los pueblos del sur se saben más débiles, pero ya no se resignan. Recurren a todos los medios y como la demografía les multiplica emigran como pueden a los países adelantados: no de otro modo acabaron los antiguos romanos descubriendo que los llamados «bárbaros» ya les habían invadido.
martes, 14 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (IX)
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