Orvert salio muy vivaracho de la portería. Una vez en la calle aguzo el oído. En efecto, se echaba en falta el ruido de los automóviles. Pero, en su defecto, se dejaban oír innumerables canciones. Y las risas chisporroteaban por todas partes.
Un poco aturdido, se adentro algunos pasos en la calzada. Sus oídos no estaban acostumbrados a un horizonte sonoro de tal profundidad y se sentía un algo extraviado. De repente se percato de que estaba pensando en voz alta.
¡Dios mío!- decía-. ¡Una niebla afrodisíaca!
Como se puede ver, sus reflexiones sobre el particular habían progresado poco. Pero es preciso ponerse en el lugar de un hombre que duerme durante once días y que despierta en medio de una oscuridad total, complicada además por una especie de generalizado y silencioso envenenamiento, para constatar que su obesa y ruinosa portera se ha transformado en una valquiria de senos puntiagudos y abundantes, en una ávida Circe en su antro de placeres imprevistos.
¡Caramba!- dijo todavía Orvert para precisar algo más su pensamiento.
Y dándose cuenta de repente de que estaba a pie firme en la misma mitad de la calle, sintió miedo y retrocedió hasta la altura del muro, bajo cuya cornisa camino a lo largo de un centenar de metros. A esa distancia se encontraba la panadería. Como una dietética estrictamente aplicada le constreñía a consumir algún alimento después de cualquier esfuerzo físico notorio, entro en ella para procurarse un panecillo.
Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.
Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada clienta, sintió como se le erizaban los cabellos en la cabeza.
¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras- estaba diciendo aquella- tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!Pero señora...- protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle- pero señora...¡Y usted es el que toca el órgano de tubos!- exclamo la panadera.El señor Curepipe se enfado.¡Ya le enseñare yo a reírse de mi órgano!- dijo amenazadoramente dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante esta estaba Latuile, a quien el choque corto la respiración.¡El siguiente!- ladro la panadera.Quisiera un pan...- dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el estomago.¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile!- vocifero la expendedora.No, no...- gimió Orvert-. Apenas un panecillo...¡Grosero!- le espeto la tahonera.Quien dirigiéndose a su marido, dijo a continuación:¡Oye, Lucien, ocúpate de este! ¡Así aprenderá lo que es bueno!
Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del escaparate, que resistió.
Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.
¡En fin, caramba!- refunfuñaba Orvert en la acera-. ¿Que pasa? ¿Y si a uno le gusta elegir, que? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal panadera...!
martes, 17 de agosto de 2010
EL AMOR ES CIEGO (III) - Boris Vian (1949)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario