Artesanio es, actualmente, un blog, pero en futuro muy cercano pretende funcionar a modo de red social, en el que los artesanos podamos encontrarosno con otros amigos artesanos, asociaciones, ferias, y con nuestros clientes; y además va a permitir que cada artesanio cree su propia tienda y venda bajo un motor de búsqueda común como hace Etsy. Se trata de lograr que se cree una comunidad, tener productos de calidad, ayudar a los artesanos a vender en Internet y facilitar a cualquier usuario que encuentre y compre cosas únicas hechas a mano.
jueves, 30 de septiembre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
martes, 28 de septiembre de 2010
INSPIRACIÓN: COLOR TURQUESA (I)
Las piezas que resultaron de este ensayo son las inchies para el Euro Clay Carnival 2010, y el punto de partida es el color turquesa.
La primera parte consisitió en buscar imágenes en las que apareciera dicho tono para, posteriormente, encontrar una paleta de colores mediante el uso de Photoshop.
lunes, 27 de septiembre de 2010
ARTE '10 - BARCELONA
Estimados Clientes:
Os comunicamos que el próximo Evento “Arte’10” se presenta en Barcelona los próximos días 2 y 3 de Octubre. Realizaremos cursos muy atractivos.
En éste encontrareis una AMPLIA EXPOSICIÓN de todas las novedades incorporadas esta temporada y presentadas en el último evento de Madrid.
Debido a la gran influencia que está teniendo en nuestro sector el FIELTRO, os vamos a presentar una gran exposición con grandes ideas con este material.
El curso de Fieltro constará de COMPLEMENTOS DE MODA Y DECORACIÓN DE NAVIDAD.(Rogamos traigáis tijeras)
Curso nº1.DECORAMOS NUESTRA MESA PARA LA NAVIDAD. (4 Pzas.)…………….40,00€Decoraremos una original Vela de centro, una base para nuestras copas, un servilletero y una Bola de Decoración de Navidad.
Curso nº 2. MODA Y DISEÑO. ( 2 PZAS.)…………………………………………45,00€Elaboraremos un Elegante Bolso y un collar haciendo juego.
Este mismo día tendremos el placer de Presentaros la última incorporación a nuestro catálogo, ARCILLA POLIMÉRICA KATO, que como muchos ya sabéis es la arcilla polimérica con más prestigio dentro del mundo del polimérico por su calidad e inigualable desarrollo de técnicas. Para ello tenemos el gusto de poder trabajar con una de las mejores Artesanas del polimérico a nivel internacional Dña. Ana Belchí, discípula de la Número 1 en el mundo, DONA KATO.
Por ello también realizaremos 2 cursos específicos con KATO POLYCLAY.
EJERCICIO NIVEL I…………………………………………………………….. 35,00€
En este ejercicio aprenderemos a realizar un Candelabro translúcido mediante la realización de una murrina retro. Usaremos para ello la extrusionadora. Y con los restos de murrina realizaremos unas piezas para hacer un conjunto de colgante y pendientes.
Técnicas empleadas:• Acondicionamiento de Kato Polyclay.• Mezcla de colores usando arcillas líquidas y translúcidos.• Murrina Retro usando la extrusionadora.• Reducción de murrinas cuadradas.• Aplicación de la murrina sobre cristal.
EJERCICIO NIVEL II…………………………………………………………..45,00€
En este ejercicio forraremos una Caja de madera usando para ello una murrina calidoscopio.
Con los restos de la murrina realizaremos unas piezas para hacer un conjunto de colgante y pendientes.
Técnicas empleadas:• Acondicionamiento de Kato Polyclay.• Degradados usando varios colores.• Reducción de murrinas desde una plancha.• Murrina calidoscopio.• Aplicación de murrina sobre madera.
A los clientes que realicen la compra del expositor de KATO POLYCLAY con anterioridad al curso, se les obsequiará con el curso del Nivel I. (Contactar con nuestra comercial, la Srta. Elisenda Tel. 649235526)
Lugar: HOTEL VINCCI MARITIMOC/ Llull, 340BARCELONATel. 93 356 26 00
Horario: Sábado: día 2 de Octubre de 10:00h a 14:00h // 16:00H A 19:00HDomingo: día 3 de Octubre de 10:00h a 14:00h. (Sólo mañana)
RESERVA DE PLAZA:
En caso de estar interesado/a en cualquiera de los cursos, rogamos te pongas en contacto con nuestra oficina Tel. 96.121.14.45 o con nuestra comercial la Srta. Elisenda Farreras. Tendrás que especificar a que curso deseas asistir (cada curso tiene una duración aproximada de 3 a 4 horas, por lo que si lo deseas puedes asistir a más de un curso.) y hacer una reserva del 50% del valor del curso en nuestra cuenta bancaria: 2100-4335-91-0200057827, pasando el justificante al número de fax 96.121.38.96.(A los asistentes al curso se les obsequiará con un detalle a la entrada al curso)También sortearemos entre los asistentes al curso una pieza decorada.
Esperamos que sean de vuestra satisfacción todas estas iniciativas y podamos contar con vosotros/as.
Un cordial saludo,Decoman.
domingo, 26 de septiembre de 2010
TIME IS LIKE A PROMISE - TIR NA NOG
Continuando con la costumbre de los domingos os dejo un tema fantástatico.
LETRA
If rain will fall high up here upon the mountain
grass will grow and shepherds will be thankful
and our love will cover up for the mountain
for time is like a promise it tries all your strength to keep to
Before she came I lived alone upon the mountain
raven heard your voice high upon the wind
then one day you came to lay upon the mountain
for time is like a promise it tries all your strength to keep to
Your sun goes down and shadow sooner into weaving
but she lies so deep inside my love, surrounds us
time will out do what's this I only know too well
for love is like a promise it tries all your strength to keep to
If rain will fall high up here upon the mountain
grass will grow and shepherds will be thankful
and our love will cover upon the mountain
for time is like a promise it tries all your strength to keep to
TRADUCCIÓN
Si la lluvia cayera aquí, en lo alto de la montaña
la hierba crecería y los pastores lo agradecerían
y nuestro amor cubriría la montaña
porque el tiempo es como una promesa que intenta perseverar con todas sus fuerzas.
Antes de que ella llegara, yo vivía solo en la montaña
El cuervo oyó tu voz alta, sobre el viento
Hasta que un día viniste asentarte en la montaña
porque el tiempo es como una promesa que intenta perseverar con todas sus fuerzas.
Tu sol se pone y las sombras se convierten en una tela
Que miente tan profundamente sobre mi amor, que nos rodea
El tiempo dirá lo que es esto, es lo único que sé
porque el tiempo es como una promesa que intenta perseverar con todas sus fuerzas.
Si la lluvia cayera aquí, en lo alto de la montaña
la hierba crecería y los pastores lo agradecerían
y nuestro amor cubriría la montaña
porque el tiempo es como una promesa que intenta perseverar con todas sus fuerzas.
sábado, 25 de septiembre de 2010
ARTE ’10 – MADRID
Más de 40 personas se sentaron a hacer el curso que habíamos preparado para el evento Arte ’10 en Madrid los días 10, 11 y 12 de septiembre.
Dos días y medio de clases intensivas, dónde los alumnos se sentaban a trabajar a medida que se acercaban al taller de arcilla polimérica. Cada uno a un ritmo, cada cual a la hora que le apetecía. Todo el tiempo estuvieron las mesas repletas de gente, las laminadoras no paraban de dar vueltas y del horno sacábamos piezas y piezas.
Trabajamos tres técnicas: transferencias, mica shift y mokume gane.
viernes, 24 de septiembre de 2010
DECOMAN – ARTE ‘10
Hace muy poco se han convertido en los distribuidores para España de Kato Polyclay, arcilla polimérica que uso desde el día que la descubrí.
Esta colaboración va a suponer que durante bastantes fines de semana voy a asistir, en calidad de profesora, a numerosas ferias por media geografía nacional.
Os dejo el calendario de las que ya han sido y las que están por venir.
- 11, 12 y 13 de Septiembre - Madrid
- 2 y 3 de Octubre - Barcelona
- 16 y 17 de Octubre - Vitoria
- 6 y 7 de Noviembre - Córdoba
- 13 y 14 de Noviembre - Alicante
jueves, 23 de septiembre de 2010
EQUINOCCIO DE OTOÑO
Justo en el instante en el que publico la entrada de hoy se está produciendo el equinoccio de otoño. Bienvenida sea esta estación del año. Con los primeros días plomizos, la bajada de las temperaturas y esa atmósfera rojiza y húmeda cargada de una sana melancolía que me envuelve.
miércoles, 22 de septiembre de 2010
CARTA DE COLORES DE KATO POLYCLAY
Esta es una herramienta que nos facilita el trabajo a la hora de crear mezclas de colores con la arcilla polimérica de Donna Kato.
Aquí la teneis traducida al castellano y ajustados los colores con Photoshop.
martes, 21 de septiembre de 2010
lunes, 20 de septiembre de 2010
REMEMBER THE MILK
¿Harto de olvidar las cosas que tienes que hacer? ¿De perder miles de papeles en los que tienes apuntadas las tareas pendientes?
Pues date de alta en Remember the Milk y tendrás una lista de tareas ordenada, clasificada, que podrás compartir y que te calculará el tiempo total que has de emplear para terminarlas todas.
Además los puedes incorporar a tu escritorio en iGoogle y tenerlo siempre a mano.
domingo, 19 de septiembre de 2010
TIME IN A BOTTLE
Jim Croce - Time in a bottle (1973)
If I could save time in a bottle,
the first thing that I'd like to do
is to save every day
'til eternity passes away
just to spend them with you.
If I could make days last forever,
if words could make wishes come true,
I'd save every day
like a treasure and then
again I would spend them with you.
But there never seems to be enough time
to do the things you wanna do
once you find them.
I've looked around enough to know
you're the one I want to go through time with
If I had a box just for wishes
and dreams that had never come true,
the box would be empty
except for the memory
of how they were answered by you.
But there never seems to be enough time
to do the things you wanna do
once you find them.
I've looked around enough to know
you're the one I want to go through time with
Traducción
Si pudiera guardar el tiempo en una botella
lo primero que me gustaría hacer
es guardar cada día
hasta que la eternidad desaparezca
solamente para pasarlos contigo
Si pudiera hacer que los días duraran por siempre,
si las palabras pudieran convertir los deseos en realidad,
guardaría cada día
como un tesoro y luego
nuevamente los pasaría contigo
Pero parece que nunca hay suficiente tiempo
para hacer las cosas que quieres hacer
una vez que las encuentras
he mirado a mí alrededor lo suficiente para saber
que eres tú con quien quiero pasar mi vida
Si tuviera una caja sólo para deseos
y sueños que nunca se hicieron realidad
la caja estaría vacía
excepto por el recuerdo
de cómo fueron respondidos por ti.
Pero parece que nunca hay suficiente tiempo
para hacer las cosas que quieres hacer
una vez que las encuentras
he mirado a mi alrededor lo suficiente para saber
que eres tú con quien quiero pasar mi vida
sábado, 18 de septiembre de 2010
viernes, 17 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (Y XII)
Al luchar contra ese desajuste evitemos, sin embargo, el desafuero de los extremismos que lo agravan. También el de la frontera, aunque sea la avanzadilla del cambio, porque el centro tiene sus razones y sus valores. Lo importante, sea en el centro o en la frontera, es ser lo que se es con dignidad, entendiendo la dignidad ajena. Unos y otros tenemos nuestras razones y motivos. Hace muchos años, con juvenil y dramático apasionamiento, pensaba yo que todos éramos culpables de todo. Hoy creo que, salvo en actos concretos, somos todos inocentes. Las ideas genéricas de culpa o de pecado colectivo no son más que instrumentos del dogma o del poder para dominar mejor.
No hay convivencia sin tolerancia mutua, y así vuelvo a mis palabras iniciales, para rogaros tolerancia hacia el hombre que soy, humilde y fronterizo; aunque acaso no sea tanta mi humildad, puesto que vengo envaneciéndome de ella. ¿O quizás en el fondo la humildad tiene también su orgullo? «Llaneza muchacho, y no te encumbres, que toda afectación es vana», recomienda el maestro de todos por boca de maese Pedro, el del retablo. En todo caso, me sosiega saber que mis venideros pasos hacia mi última frontera los daré en vuestra compañía y al amparo de vuestro saber. Me esforzaré por no desentonar en esta Casa y, por si en alguna ocasión no lo consigo, permitidme justificarme de antemano concluyendo con una leyenda japonesa:
En un antiguo monasterio el monje jardinero llevaba varias semanas preocupado. Había anunciado su visita el abad de otro cenobio cuyo jardín era reputadísimo, e importaba no desmerecer ante sus ojos. Para eso el monje venía perfeccionando el pequeño microcosmos de su jardín, repasando las ondas de arena finísima que representaban el océano, tallando el boj delimitador, aclarando el musgo y los líquenes que envejecían la roca central, símbolo de la montaña sustentadora del cielo. La víspera de la anunciada visita su propio abad acudió a felicitarle, pero el monje se sentía inquieto ante su jardín: algo faltaba. De pronto tuvo una inspiración. Se acerco al cerezo que descollaba entre los arbustos y sacudiéndolo con cuidado logró desprender de una rama la primera hoja del otoño. La hoja osciló despacio en su caída y se convirtió en una mancha amarillenta sobre el verdor impoluto del césped. El monje sonrió: el jardín perfecto quedaba completado con la imperfección. Ahora si representaba el cosmos.
Quisiera poder desempeñar aquí, al menos, la misma función que aquella hoja. Y quisiera creer, además, que mis palabras no han disonado demasiado en la serena armonía de esta solemnidad.
Muchas gracias.
jueves, 16 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (XI)
Desde la famosa y archicitada frase cartesiana «Pienso luego soy», emparejando así raciocinio con existencia, la racionalidad del sistema ha ido subestimando el sentimiento que, sin embargo, es primero que la razón, pues, apenas nacido, el niño siente el pezón de la madre, aunque todavía en su cerebro no hayan empezado a formarse las conexiones del raciocinio. Por eso, en la frontera más cercana a la vida, preferimos otra sentencia distinta, a saber: «Siento, luego existo». Pero hasta los sentidos son manipulados por el mercado, sustituyendo el goce directo de las cosas mismas por el simulacro de imágenes. «Civilización de la imagen», se repite hoy orgullosamente, y se vive entre espejismos, como si la imagen televisiva de un crepúsculo no empobreciera el patetismo de los campos recogiéndose en la noche. ¡Ah! pero es que la imagen nos domestica para la pasividad y es mucho más disfrazable por el poder que la visión personal.
No hace falta continuar porque un solo aspecto los resume todos: hasta el amor deja de ser sagrado, reducido a contacto y a sexo o técnica, cuando es pura vida en éxtasis, en vilo, en lo más alto del surtidor, allí donde es, pero ya se quiebra y desintegra en el aire, al borde del no ser. No osaré decir nada del amor porque no soy un gran poeta, pero sí pondré de manifiesto cómo se le maltrata, con sólo recordar dos frases tan habituales como reveladoras. Pues resulta que no provoca escándalo una expresión tan repulsivamente mercantil y degradante como la de «débito conyugal», y, en cambio, muchos se sobresaltan cuando oyen hablar de «amor libre»; siendo lo cierto que el amor forzado no es amor y que no cabe amor sin libertad ni auténtica libertad sin amor. Pero es que el centro se escandaliza al revés, por miedo a la ambivalencia y la ambigüedad, cualidades tan vivas en el amor y en la frontera.
Y si el amor no es sagrado, ¿cómo va a serlo la muerte? Hoy no se la recibe en su madurez, sino que a veces la apresuramos desatinadamente y otras la aplazamos, manteniendo una vida carente ya de dignidad humana. No se acepta la muerte, aunque nos acercamos a ella cada día, como lo hago ahora mismo mientras hablo, sin entristecerme por estar muriendo, puesto que es la prueba de estar vivo. Pues la muerte no es lo contrario del vivir, sino el horizonte que lo confirma y contra el cual gana la existencia en intensidad, como el retrato sobre un fondo acertado. Si conscientemente dejamos a la muerte que nos acompañe, hace milagroso cada instante, retoca voluptuosamente el irrecuperable pasado, hace incierto el futuro y así más deseable. No es enemiga, sino amiga, quien nos salva de la decrepitud; pero esta civilización no lo entiende y escamotea la presencia de la muerte en nuestro escenario social.
Muy colmado de ciencia está Occidente, pero muy pobre de sabiduría. Es decir, del arte de vivir, más abarcante que la ciencia porque, contando con ella, incluye además el misterio. Ahora no se procura alcanzar la iluminación, sino sentir el latigazo del deslumbramiento. Se busca el estrépito, lo aparatoso, los focos publicitarios; no el silencio, lo auténtico, ni el resplandor tranquilo de la lámpara. Un símbolo de nuestro tiempo es preferir la ducha, rápida, ruidosa y acribillante, en vez de envolverse voluptuosamente en la líquida seda del baño, lento y sosegado. Los países de la periferia conservan, aun en su atraso técnico, más sabiduría y eso es una esperanza para todos, porque cada día es más urgente compensar el desajuste esencial de esta civilización: el de tener muchos medios sin saber ponerlos al servicio de la vida.
miércoles, 15 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (X)
Las esperanzas del sur podrán parecer ilusorias precisamente cuando en la reciente guerra del golfo el emperador de Occidente ha advertido a todos de su poderío militar con el más aparatoso despliegue de fuerzas jamás montado contra un enemigo sin resistencia. Pero para hacerlo tuvo que conseguir ayudas económicas, porque quien fue el gran acreedor mundial hace cuarenta años es hoy el mayor deudor. Cuando ahora, en su soberbia, proclama el fin de la historia, empieza a advertirse que ha asumido un papel superior a sus fuerzas y que va a encontrar su límite. Quienes creemos que la humanidad evoluciona en espiral, repitiendo su paso por los mismos ejes, aunque a distancias crecientes del centro, recordamos que así cayeron antes todos los imperios. La afirmación no es sólo mía, sino también de historiadores y de algún destacado estadista europeo. Lo proclamó excelsamente, ante las ruinas de Itálica, el autor de estos versos, admirables entre todos los de la poesía castellana:
«Las torres que desprecio al aire fuerona su gran pesadumbre se rindieron».
La consideración de dos fronteras me ha traído a ocuparme de límites y ya hice notar que importa no confundirlos con aquéllas, como lo hace nuestra moderna civilización, a causa de que su racionalidad economicista le permite creer que el incremento de la producción puede continuar ilimitadamente. Esta cultura no ha oído hablar de la otra Némesis, suprema y terrible guardiana de los límites, ante quien los mismos dioses se doblegaban y que implacablemente castigaba a los transgresores de lo sagrado.
Las fronteras tienen puertas, cuyo dios era Jano. Pueden ser superadas, asumidas e incluso desplazadas, puesto que son producto de la conveniencia humana y se establecen para mejor interpretar lo real o para comodidad de la vida. En cambio, los límites carecen de aberturas y no es lícito franquearlos: quien a ello se atreva corre un riesgo mortal para su cuerpo o para su espíritu, por haber violado lo sagrado. Mi afirmación parecerá exagerada porque no nos educan ahora en el respeto a lo sagrado, pero no por eso es menos castigada la transgresión. Vulnerar el secreto orden del mundo acarrea la aniquilación del culpable, como ha sucedido siempre con las altas torres que despreciaron al aire.
Los antiguos, en cambio, vivían lo sagrado, y lo mostraban de manera sublime en la tragedia. Sentían la existencia de un plano vital misteriosamente superior al hombre, aunque, al mismo tiempo, presente también en las más hondas cavernas de su espíritu. Sagrada era la belleza, la diamantina y cegadora belleza. Sagrado podía llegar a ser el oscuro seno de una caverna, la magia del plenilunio, el sortilegio de una fuente, la palabra de un asceta. En nuestro Génesis, un árbol del bien y del mal constituyó tan riguroso límite que con la transgresión se acabó el Paraíso. Sagrados eran los límites de la ciudad antigua y sus murallas no oponían sólo a los ataques su solidez, sino además el anatema contra el atacante. Nuestra civilización, en cambio, ha roto con lo sagrado y elevado a sus altares lo más opuesto; a saber: el dinero y la eficacia material. Como no se vive lo sagrado no se escriben apenas tragedias, y si alguna accede a la escena —entre vosotros está quien las ha escrito con tanto coraje como dignidad— el espectador no llega a estremecerse con el horror que invadía al público de Epidauro, pues tiene embotada la sensibilidad para el misterio. Es imposible sentir lo sagrado en la Naturaleza cuando los técnicos la degradan y manipulan como mero recurso explotable, provocando así el castigo de los desastres ecológicos. No puede haber lugares sagrados para el profanador turismo de masas creado por nuestro tiempo, a diferencia de las antiguas peregrinaciones. Tampoco el hombre es sagrado para el sistema, que tritura su persona hasta degradarla a la mera condición de mercancía y mercader, acribillándola a diario con una invasora y condicionante publicidad, inspirada sólo en el lucro. Por eso no estremece el hambre de pueblos enteros ni los muertos por bombardeos militares cuya «rentabilidad» se planea cuidadosamente, comparando las víctimas esperadas con el coste del material bélico. Ni es sagrado el cuerpo, mero instrumento incluso para quien lo anima, invocando un supuesto derecho a hacer con él lo que quiera, sin darse cuenta de que su cuerpo no es una propiedad suya, sino que es él mismo.
martes, 14 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (IX)
Así y todo es justo reconocer que la ciencia económica ha progresado mucho, especialmente en sus técnicas instrumentales. Pero, ¿en qué dirección? ¿Buscando nuevos caminos ante el fracaso o involucionando hacia una torre de marfil? Dejaré la respuesta a un prestigioso premio Nobel de economía, George Stiegler, que se expresó de este modo: «Hace menos de un siglo, un tratado de economía empezaba más o menos así: 'La economía es el estudio de la humanidad en los asuntos ordinarios de la vida'. Hoy esas obras comienzan con frecuencia como sigue: 'Este tratado, inevitablemente extenso, está dedicado a analizar una economía donde las segundas derivadas de la función de utilidad poseen un número finito de discontinuidades. Para abarcar el problema ha sido preciso suponer que cada individuo sólo consume dos bienes y muere después de una semana robertsoniana. Sólo se emplean en el análisis, si bien constantemente, instrumentos matemáticos elementales, como la topología'».
Como todas las caricaturas, ese texto encierra verdades. Por un lado, refleja los grandes avances formales de la teoría, pero por otro muestra su distanciamiento de las complejidades vitales, tendiendo a una ciencia que, si no facción, podría llamarse nobelesca (escrita con b). Ello se debe a que la base de la teoría sigue siendo la misma que en el siglo XVIII, como si las sociedades humanas y sus relaciones mutuas no hubieran variado desde entonces. El error está en pensar, por la creencia en un Orden Natural, que con ideas e instituciones de hace doscientos años se pueden afrontar los nuevos problemas y encauzar la técnica moderna en beneficio de todos. Para demostrar la necesidad de poner al día las ideas económicas basta recordar que, a lo largo de este siglo, la física ha modificado revolucionariamente sus modelos teóricos, aun cuando la estructura de los cuerpos que estudia sigue siendo la misma. ¿Cómo puede pensarse entonces que no es urgente reformar a fondo los supuestos básicos de la ciencia económica, a fin de actuar en unas sociedades que han cambiado tanto? Al capitalismo le debemos el gran progreso que nos trajo desde las monarquías absolutas hasta las democracias surgidas de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Pero si bien el liberalismo de mercado nos dio más libertad, aun a costa de mayor desigualdad, y si el comunismo favoreció la igualdad, con merma de la libertad, ninguno de los dos ha progresado ni siquiera hacia la solidaridad, ya que no a la lejana meta de la fraternidad. Al contrario, al poner el énfasis en el individuo, el capitalismo mercantil socavó los sentimientos de comunidad propios de las sociedades tradicionales y los sigue socavando en el Tercer Mundo sometido a su influencia; mientras el comunismo sólo consiguió imponer una solidaridad forzosa, triste simulacro de la que debe ser interna y auténticamente vivida.
El hecho es que la anacrónica ideología legaliza los intereses del norte y que así se frenan las iniciativas hacia el progreso que podrían surgir en el sur, donde sobrevive el sentido comunitario y donde por eso caben impulsos hacia una mayor solidaridad mundial. Solidaridad mucho más necesaria ahora, sobre un planeta empequeñecido por la técnica de las comunicaciones, donde ninguna cultura puede ya existir aislada.
Como siempre, el encastillado centro evoluciona menos que la fronteriza periferia, cuya caótica apariencia se debe precisamente a encontrarse en ebullición. El norte apenas concibe iniciativas importantes salvo en el campo de la ciencia y de la técnica, con lo que aún se agrava más el desequilibrio creado por el anacronismo de las petrificadas ideas. Por eso hay muchos más gérmenes de futuro social en la vasta periferia que en los países avanzados. El caduco modelo desarrollista del norte está agotado, aunque sólo sea porque su tendencia expansiva tropieza por lo menos con dos límites: uno, la naturaleza, cuya explotación no puede continuar mucho tiempo siendo tan destructora como hasta hoy; y, otro, las reivindicaciones políticas y económicas del sur, cada vez más consciente de que sus problemas no tendrán solución mientras el norte imponga las decisiones más convenientes para su beneficio. Aunque el norte ya no habla de colonización, como hace un siglo, sino de interdependencia, el delegado de China en las Naciones Unidas objetó en su día que si la relación propuesta era la existente entre un jinete y su caballo —desde luego interdependientes—, ellos no admiten ya más tiempo el papel de caballo. Los pueblos del sur se saben más débiles, pero ya no se resignan. Recurren a todos los medios y como la demografía les multiplica emigran como pueden a los países adelantados: no de otro modo acabaron los antiguos romanos descubriendo que los llamados «bárbaros» ya les habían invadido.
lunes, 13 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (VIII)
Lo esencial del capitalismo no está en que utilice el mercado mucho más que el plan. Lo fundamental es su creencia de que, gracias a la competencia privada, cuanto más egoístamente se comporte cada individuo, tanto más contribuirá al progreso colectivo. Por tanto, es deseable que cada uno aumente al máximo su beneficio a costa de quien sea y a partir de esa creencia se pasa insensiblemente a pensar también que en la vida sólo importa lo que produce ganancia monetaria. Así se desprestigian todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos; es decir, lo que no se cotiza en el mercado no tiene valor. «Cualquier necio», escribió Machado, «confunde valor y precio». Hablando en general, nuestra civilización padece esa necedad. Y si en el siglo XVIII, en que nació esa doctrina, la práctica religiosa podía paliar los excesos del sistema, en estos tiempos secularizados los valores no económicos pasan a segundo plano y el texto sagrado es el Evangelio según San Lucro. En el altar mayor son adorados el Becerro de Oro y su pareja la Técnica, santa madre de la productividad multiplicadora de los beneficios, de la que se espera la solución de todos los problemas. Los capitalistas y sus técnicos cuidan de ese altar, controlando los medios de producción y repitiéndonos a los fieles —reducidos a meros productores/consumidores— que lo que no vale dinero no merece la pena.
El comunismo coincide plenamente con el capitalismo en adorar la técnica y la productividad y en confiarles la solución de todo aunque, como no cree en el mercado e intentó vanamente instaurar incentivos humanos distintos del lucro, quienes allí atienden el altar no son los capitalistas sino los funcionarios y técnicos estatales. Tanto coincide con el capitalismo que incluso reduce la historia a lo económico, todavía con mayor rigor. No debe extrañarnos porque Marx, europeo de su tiempo, aprendió ecomía en David Ricardo. Por estas y otras razones resulta indudable que el comunismo —es decir, el capitalismo de Estado— y el modelo americano son ramas del mismo tronco: la civilización moderna. Por eso ya afirmó Toynbee que el sistema soviético era una herejía del capitalismo. El fracaso comunista deja pendiente, por tanto, una grave interrogación, a saber: ¿estaba muerta solamente esa rama o acaso también el resto del árbol padece la enfermedad?
No es propio de esta ocasión intentar una respuesta y paso por ello al segundo ejemplo de frontera mundial, menos definida pero más real y profunda. Me refiero a la existente entre el norte y el sur; es decir, entre el «centro» y la «periferia», denominaciones éstas popularizadas desde hace tres o cuatro décadas para designar, entre economistas, a los países ricos y pobres respectivamente. Es una frontera cruel, es el permanente foso entre los que derrochan y los que no tienen, entre los dueños del poder y los sometidos a él. Un foso que además se ahonda cada año, pues pese a las ayudas organizadas y los sucesivos Decenios para el Desarrollo de las Naciones Unidas, en la pasada década muchos países han retrocedido en vez de progresar.
Cuando, hace casi treinta años, se convocó una magna conferencia internacional para tratar el problema del subdesarrollo en el sur, los economistas de la periferia pusieron en evidencia que la actual situación del escenario mundial, enteramente dominado en los mercados y en las finanzas por los países ricos, impedía al sur progresar siguiendo la mismas vías trazadas por las grandes potencias europeas en el siglo XIX, cuando colonizaban el planeta sin ningún rival de su talla. Sordos al argumento, aunque esa situación esté a la vista, los expertos del norte y los organismos internacionales siguen recomendando las recetas de antaño, recordándoselas a sus interlocutores del sur con la misma sonrisa de superioridad, entre el desdén y la tolerancia, con que se habla a los niños o a los ignorantes. Incluso prometieron al sur un Nuevo Orden Económico Internacional que no llegó a nacer ni hubiera podido ser nuevo, porque tales promesas quedan sin cumplir cuando han de llevarlas a cabo quienes se están aprovechando del viejo orden, como le ocurre al norte. Visto desde mi frontera, el resultado es hoy un mundo con medios técnicos suficientes para alimentar a todos, pero en cuya mitad sur persiste injustamente el hambre. Es decir, un mundo viciado en el que presumir de racionalidad económica es un sarcasmo, porque las recetas económicas impuestas desde el norte están desfasadas respecto del mundo actual y perjudican a la periferia en beneficio del centro.
domingo, 12 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (VII)
Ambos modos de vida, el central y el fronterizo, coexisten desde luego dentro de cada estructura considerada y entre ellos no hay un límite tajante sino una zona intermedia, como la que aparece cuando se mezclan lentamente dos líquidos de distinto color, mostrando matices y gradaciones. Pertenecientes ambos a una sola unidad, son más bien diferencias de grado las que los caracterizan. Los centros no son del todo ajenos al cambio, pues arrastrados también por el río del tiempo, van evolucionando; aunque más lentamente que con el ritmo, a veces revolucionario, de los avances fronterizos. En los centros aparecen herejes y vanguardias; así, en el París del Segundo Imperio escandalizaban ya los primeros impresionistas y en la Viena de Francisco José pintaba Egon Schiele y enseñaba Freud. A su vez, también en las fronteras hay quienes recelan del exterior, encarnando actitudes centrales dentro de la periferia. En suma, los dos estilos no son rivales, sino complementarios: tan vital es conservar como cambiar. Convienen las bodas de Jano y Némesis, o al menos su armonía. Los cambios generados en la frontera no serían posibles si el centro no contribuyera al soporte de lo modificable. Tan vital es el cambio como la permanencia, tan lícita la actitud central como la fronteriza. Pero esta última vive más abierta a la innovación y al progreso porque, como cantó el gran fronterizo Pablo Neruda, «no es hacia abajo ni hacia atrás la vida». Por eso me declaro fronterizo, pues si bien me llevaron a esa orilla las corrientes de la vida, muy pronto mi voluntad se instaló a gusto entre gentes alerta, con ganas de vivir. Hasta los contrabandistas que he conocido eran alegres, despiertos, cordiales y sanamente pícaros. No vivían engañados: sabían que el contrabando solamente es delito porque lo impone la ley al servicio de la extorsión fiscal. Es más, para un creyente en el mercado libre, el contrabando no hace sino devolvernos la libertad de oferta que el Estado nos ha quitado.
Desde aquella frontera aduanera la vida me llevó ante otras más graves y más encubiertas, cuando me dediqué a estudiar economía. Entre todas ellas recordaré ahora dos, como excelentes ejemplos de la actitud fronteriza frente a la interpretación del centro.
La primera es el llamado durante años «telón de acero», entre ambos polos de la estructura mundial de la postguerra. Como es sabido ese telón se vino abajo al desaparecer el muro de Berlín, y así se pasó de un mundo dominado por una polaridad rival a otro bajo un solo poder hegemónico. El imperio central interpretó entusiasmado el acontecimiento, según la tesis del celebrado artículo de Francis Fukuyama, titulado El fin de la Historia. Ese título no quiere anunciar que ya no le esperan nuevas vicisitudes a la humanidad, sino afirmar que el fracaso del comunismo demuestra la verdad del capitalismo y le consagra como el Orden Natural definitivo, toda vez que el comunismo era el sistema opuesto y no ha podido subsistir.
Vista desde la frontera esa interpretación es errónea y el «telón de acero» fue una falsa divisoria. El error consiste en creer que Occidente es el mercado libre mientras el comunismo es la planificación. La verdad es que en el comunismo funcionaban mercados, como necesariamente ha de ocurrir en toda sociedad con división del trabajo, mientras el capitalismo aplica también programas y previsiones estatales, condicionantes del mercado. Aparte de que el mercado perfecto no ha existido ni podrá existir nunca, sólo los ingenuos y algún premio Nobel de economía llegan a creer que nuestro mercado encarna la libertad de elegir, olvidando algo tan obvio como que sin dinero no es posible elegir nada.
sábado, 11 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (VI)
Se configuran así dos diferentes estilos de vida: el fronterizo y el central. El primero cuenta con lo ajeno, que le provoca curiosidad con adhesiones o rechazos mezclados, le sugiere nuevas ideas y hasta las infiltra en él. Pues las fronteras, por muy altas que sean las murallas chinas, nunca impiden ignorar lo existente más allá, ni envolverlo en la indiferencia; actitud en cambio bien propia del centro, donde suele vivirse como si su mundo fuese el único. El fronterizo es sustancialmente ambivalente —es decir, instalado en ambos lados de la divisoria, aun cuando no en igual medida— y es también ambiguo, porque oscila entre ambas identidades: la originaria y la tentadora. Esa condición originaria, aunque homogénea con la de su centro y dependiente de él, está impregnada y atemperada por lo exterior. Su identidad es por eso menos pétrea, su propensión al cambio es mayor; entendiendo esa propensión en el doble sentido del vocablo, pues se trata tanto del intercambio con el exterior cuanto de la propia transformación. Esa es la cualidad del fronterizo, asomado siempre hacia fuera a la vez que atirantado desde el centro del poder. Pero, aunque dependa de éste, la tendencia al cambio hace a lo fronterizo más dinámico, con una vitalidad más abierta al abigarramiento de lo imprevisible, más propiciadora de vanguardias.
El centro, por el contrario, es más estable, reacio y hasta resistente a esa movilidad, pues la juzga capaz de socavar la esencia del conjunto, de la que se siente guardián tradicional. Cuando su poderío rebosa y cede a la tentación de traspasar sus fronteras, lo hace para violarlas, para ampliar su jurisdicción, para imponer en el territorio ganado su ley y su norma, que el centro defiende a veces tan rigurosamente como para llegar a los extremos del dogma, del rigor ortodoxo y hasta de la tiranía. El centro es esencialmente conservador del Orden con mayúscula. Goethe lo formuló exactamente, y si es cierta su frase de «prefiero la injusticia al desorden», es de lamentar que su genio de pensador cayera con esas palabras en grave torpeza. Claro está que esa opinión es muy comprensible en quienes, como él, se encuentran a salvo de injusticias por su posición social junto a los palacios, pero un hombre de su talla debió darse cuenta de que la injusticia es el más intolerable de todos los desórdenes.
Para explicarnos esas goethianas palabras, tan significativas, basta comprender que responden a una creencia muy firmemente arraigada en la actitud central: la de que su estilo de vida, recibido del pasado, no es un orden cualquiera, sino, precisamente, el Orden Natural de la sociedad. Orden Natural, con mayúsculas, son las palabras imprescindibles en la bandera de todo centro, desde que la creciente secularización de la vida hizo que no pudiera imponerse a todos un orden revelado, del que antes derivaba el natural. Con esa creencia se legitima la descalificación inmediata de cualquier otro estilo de vida como anti-natural; es decir, aberrante, condenable y extirpable por cualquier medio, en defensa del interés del centro. Así, en nuestro entorno, se declara Orden Natural de la familia humana al matrimonio monogámico indisoluble, como si no fueran igualmente humanas y naturales las demás instituciones familiares registradas por la historia o la antropología. Y lo grave es que el Orden Natural como creación del poder tiene a su servicio razonadores y exégetas, armados con medios educativos y de comunicación lo bastante fuertes como para acallar dudas, ahogar vacilaciones, justificar represiones y descalificar a disidentes. La historia está llena de ejemplos.
viernes, 10 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (V)
Con palabras se construyen las fronteras en el mundo de la literatura, donde se desenvuelve la novela, alzada sobre el filo mismo de la realidad y la ficción porque participa de ambas. Oponer lo novelesco a lo real, ya se ha dicho, sólo alcanza a ser una interpretación, pues la novela despliega la inapelable verdad de su autor, que la ha vivido al crearla, para que se haga verdad también en los lectores. Por eso los grandes personajes de ficción resultan más reales e influyen más en nosotros que muchos seres de carne y hueso.
Fronteras, en fin, de todas clases: geográficas, históricas, biológicas, sociales, psicológicas... Todas partiendo y acuchillando el continuo multidimensional que nos envuelve, para facilitarnos nuestra instalación en él, para permitirnos una interpretación de lo que sería un caos; es decir, un orden que no comprendemos. Todas permitiendo diferenciar, pero sin que puedan confundirse con los límites.
No, no confundamos fronteras y límites, de los que luego hablaré, aun cuando haya quienes lo entiendan así. Nunca caí en esa confusión, ni siquiera cuando la vida me llevó, en mi recién estrenada profesión, a una aduana marítima. A primera vista parece no haber frontera más evidente sobre el planeta, pues en las aguas el hombre perece, sin aire para su vida. Finis terrae se ha llamado más de una vez a esa frontera, como si fuera un límite. Pero a mí, frente al océano, los ojos y el pensamiento se iban a la lejanía, sobrepasando la orilla. El mar es como la dulce llama de la chimenea: nos lleva a un más allá, nos sorbe la imaginación, se disfraza de figuras y sugerencias. Como en nuestra divisa columnaria, un Plus Ultra planeaba sobre mis contemplaciones y así como la brisa marina penetraba en la tierra adentro, así también mi ánimo trascendía la bien recortada línea de la orilla, frontera pero no límite. El mar no era confín ni barrera sino la más ancha de las aperturas a la libertad.
Vengo diciendo, en otras palabras, que mi dios siempre ha sido Jano, el de un rostro a cada lado, el dios de las puertas y las arcadas, invocado en la antigua Roma antes que ningún otro numen, como supremo iniciador. Mis fronteras son todas trascendibles, como lo es la membrana de la célula, sin cuya permeabilidad no sería posible la vida, que es dar y recibir, intercambio, cruce de barreras. Y más aún que trascendible la frontera es provocadora, alzándose como un reto, amorosa invitación a ser franqueada, a ser poseída, a entregarse para darnos con su vencimiento nuestra superación: ese es el encanto profundo del vivir fronterizo. Encanto compuesto de ambivalencia, de ambigüedad —no son lo mismo—, de interpenetración, de vivir a la vez aquí y allá sin borrar diferencias. Más aná nos tienta lo otro, lo que no tenemos: nos lo canta y nos lo promete la frontera.
Los del centro, en cambio, viven la frontera de opuesto modo. Esa aventura les repele o les inquieta y se retranquean de la frontera adentro como el mar en el reflujo. Se repliegan al centro del espacio acotado, se instalan en el negro o en el blanco, temerosos de los grises infinitos y delicados. Encastillados en su centro, consolidan las fronteras como límite de sus dominios, alzando murallas y cerrando puertas. Si alguna vez las traspasan es abatiéndolas, para llevarlas más allá y reducir implacablemente «lo otro» a «lo mío». Destruyendo para conservar. Endovertidos, centrípetos, fortificados dentro de su país, de su casa, de su piel, de sus ideas; negando y rechazando cualquier otra bandera, otra lengua, otra interpretación de lo real; oyendo en las victorias cantadas por otro himno nacional solamente aquellas que fueron sus derrotas. Su divinidad no es Jano, sino la Némesis reacia al amor, aunque Zeus mismo la solicitase y aunque acabase engendrando de él a la Elena causante de la guerra de Troya; esa diosa que algunos confunden con otra Némesis abstracta, encargada de castigar a los transgresores del orden profundo. Para ellos la frontera no es invitación sino amenaza; lo ultramuros es siempre enemigo. Y como no intentan siquiera comprender «lo otro», esa cerrazón les infunde a ellos mismos condición de enemigos. Su vivir está anclado en el centro, donde erigen palacios, templos, normas, dogmas. Frente a la aventura del movimiento y la libertad se aferran a la seguridad de la fijeza y lo establecido.
jueves, 9 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (IV)
A mi juicio, una civilización puede entenderse como una complejísima estructura de fronteras, determinantes de actores y relaciones en el sistema social. Y no sólo fronteras en el espacio, como se ha mostrado, sino también en el tiempo. Cada acto y cada suceso se aparta con una irreversible frontera de las alternativas simultáneamente rechazadas o eliminadas, así como también de los actos anteriores y de los posteriores. Todo período de transición es una frontera temporal entre dos épocas históricas.
La interpretación fronteriza del mundo es tan lícita como cualquier otra, y resulta acertada o no según el problema que abordemos. La realidad tiene infinitas dimensiones y por eso no cabe describirla, aunque nos hagamos cada día la ilusión de lograrlo. Sólo podemos interpretarla. Dime cómo miras y te diré quién eres en ese momento, porque la retícula conceptual usada al mirar —es decir, nuestra manera de proyectarnos hacia el exterior— es tan reveladora de nuestra personalidad como el disfraz adoptado para el baile de máscaras que, por el mero hecho de haberlo elegido, descubre nuestras secretas fantasías mejor que la apariencia habitual.
Nuestra relación con el mundo está condicionada por esa incapacidad nuestra para abarcar todas las dimensiones, determinando las cualidades de cada interpretación de la realidad. Por eso mismo, otra de las definiciones de Dios podría ser el Ente que abarca simultáneamente todas esas dimensiones. Sin pretender conocimientos filosóficos que no poseo, me parece evidente que cualquier percepción está filtrada ante todo por las limitaciones de nuestros sentidos —aun con los mayores auxilios de la técnica— y, además, por nuestros conceptos, prejuicios o deseos. Nos atenemos, conscientemente o no, a una o a muy pocas dimensiones de lo real. Con eso nos situamos en un plano fronterizamente separado de todos los posibles, que otros observadores podrían preferir para interpretar esa misma realidad.
La realidad, además de multidimensional, es un continuo y eso refuerza la imposibilidad de describirla: Natura non fecit saltus, como advirtió la sabiduría clásica. Las fronteras, incluso las más obvias, las introducimos nosotros, indispensablemente, con el fin de conocer, clasificando e identificando lo percibido. Así como el economista interpreta la sociedad en términos de dinero y costes, o el patólogo en función de enfermedades, cabe pensar nuestro escenario como articulación de fronteras en los más distintos planos. No es que yo pretenda ofrecer ahora una visión fronterológica del mundo, como aquella «cocotológica» de Unamuno con sus pajaritos de papel, sino sencillamente presentarme como soy mediante la interpretación de mi circunstancia, mostrando la forma en que la vivo. Pues en eso fundo la dignidad del hombre: en dar sentido humano a cuanto le sobreviene. En sí mismos los acontecimientos que nos caen encima —gozos o desventuras— son ajenos a lo humano. Los humanizamos nosotros en la actitud al recibirlos; en nuestra manera de aceptar las cosas las creamos o vestimos de humanidad.
Mi mundo está como fronterado, que diría quizás un maestro de armas, con los muros, las banderas, la piel, las palabras. Las palabras, cierto: cada una puede ser frontera: el «aquí» se aparta del «allá»; el «gato» es la divisoria frente a todo lo «no-gato». Pero sería desmedida tentación la de extenderme acerca de la palabra ante vosotros, que tanto más sabéis de ella. Sólo la reverenciaré de pasada como proeza suprema del hombre —único animal que habla— y recordarla dotada, como todas las fronteras, de precisión clarificadora y, a la vez, de ambigüedad; pues en el continuo de la realidad todo tajo conceptual es artificioso y no es tan clara la diferencia entre el «gato» y el «no-gato». «Voces hay tan dudosas y ambiguas» —escribía el Padre Sigüenza encomiando al San Jerónimo traductor— «que hacen disentir unos de otros», y así es como cada texto tiene varias lecturas y su valoración cambia con el tiempo.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (III)
Algunos muchachos teníamos el privilegio de poder penetrar bajo las frondas de los árboles centenarios y de quedarnos a solas frente a los dioses, viendo cruzar el sendero a un faisán macho con el arco iris de su larga cola, sintiendo la presencia de invisibles sombras y escuchando inaudibles voces que aún me siguen acompañando. La última de mis viviendas en Aranjuez tenía ventanas al Jardín del Príncipe, del que sólo me separaba la arbolada calle de la Reina, y de noche, en el verano, me gustaba acercarme a la alta verja y permanecer largo rato con la cara entre dos barrotes que mis manos aferraban. El mundo mítico se me mostraba entonces más verdadero que nunca, con sus fragancias, rumores, voces de aves, crujidos de hojas caídas como rumor de pasos furtivos y ecos de misteriosas profundidades, A veces la claridad lunar encendía aquel mundo del tal manera, haciéndolo a la vez cristalino y fantasmal, que cuando regresaba a mi casa me llevaba a mis sueños un tesoro de fantasías. Fue en mis últimos tiempos de Aranjuez cuando ya empecé a imaginarme escritor, sin duda al impulso de tales vivencias y, para acabar expresando lo que aquella doble frontera significó para mí, me limitaré a decir que ya hacia 1950 empecé a situar en el Real Sitio una novela, aunque sólo hace un año he podido decidirme, venciendo mi respeto por aquel lugar mágico, a trabajar definitivamente en ella. Entonces ignoraba que me estaba empezando a poseer ya la adicción a lo fronterizo. Lo barrunté poco después, cuando mi primer destino en una aduana me convirtió en habitante de una frontera. Y poco más tarde, ¡qué horrenda frontera, en el tiempo y el espacio, en las ideas y en la conducta, fue la mal llamada guerra civil! Salimos de ella con el país erizado de muros con cristales rotos en lo alto. Desde entonces he detectado fronteras por todas partes, aunque muchas no reciban ese nombre.
Es fácil comprobarlo sin salir de aquí. Los muros de esta sala, ¿qué son sino fronteras separándonos de la calle y de la ciudad? Dentro, también este estrado presenta su frontera en la barandilla y la escalerilla de acceso. Sigamos: cada uno de nosotros se envuelve en torno a su persona, aun sin proponérselo, en un ámbito propio, y aunque la divisoria no sea tangible, todos resentimos como agresión ciertas voces o ruidos, ciertos acercamientos o gestos no solicitados. Más hacia nuestro centro tenemos, constituyéndonos rigurosamente, la decisiva frontera de nuestra piel, envolviéndonos el cuerpo con sus varias funciones, receptoras y defensivas a la vez. Más adentro aún están las innumerables fronteras de nuestra anatomía, las delimitaciones entre órganos y circuitos, hasta llegar a la pequeñez de cada célula interdependiente, con su membrana tan separadora como permeable a un tiempo. Finalmente, allá donde el análisis no encuentra materia, en eso que llamamos el espíritu o la psiquis con su base cerebral para su inlocalizable riqueza, se alzan las innumerables fronteras inculcadas o adquiridas, las prohibiciones conscientes o inconscientes, las barreras o los estímulos al comportamiento. Y volviendo a nuestro exterior, considerándonos como grupo humano reunido en este ámbito, ¡cuántas fronteras cruzándose y entrecruzándose para diferenciarnos por la edad, el sexo, las actividades, los gustos y tantas otras cualificaciones!
Si hubiésemos procedido hacia fuera de estos muros hubiéramos hallado otras fronteras: en las divisorias materiales, en las leyes que prohiben o permiten, en los recintos, en los hábitos. Fronteras por todas partes, delatadas por banderas, colores en el mapa, idiomas y otros signos innumerables.
martes, 7 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (II)
Para desgracia mía, y por haber sido marginales mis andanzas literarias, no tuve ocasión de conocerle personalmente; pero quienes trataron a don Manuel Halcón siguen hoy añorando su distinción, su caballeresca y escrupulosa cortesía, su tolerancia sin concesiones indebidas y su afán de comprender. Como muy bien expresó el académico que le contestó en su discurso de ingreso, don José María Pemán, «Manuel Halcón es uno de esos escritores "que caen" en la Academia como un sólido por la ley física de la gravedad».
Soy consciente de que ese no es mi caso; lo cual redobla mi gratitud y me obliga a ofreceros algo más que un mero ejercicio de estilo o un análisis concreto, por muy brillante o ingenioso que pudiera resultar. He de daros cuanto soy; os debo la verdad de mí mismo, en un acto del corazón más que del intelecto. Espero lograrlo exponiendo sencillamente el ámbito de mis preferencias más auténticas, sin caer por ello en egolatría ni exhibicionismo, puesto que es un campo existencial compartido por muchos. Se trata del mundo de la frontera y voy a referirme a él como hombre fronterizo que soy, más que el errante de le definición barojiana. Lejos de caminar sin rumbo, la frontera siempre fue mi norte, aun antes de que las circunstancias me llevaran a ejercer una profesión a ella vinculada.
Curiosamente, la primera frontera que recuerdo surgió allí donde no parecía tener razón de ser. Aquel Tánger de los años veinte, donde transcurrió mi infancia, era ciudad internacional, en la que convivían en igualdad todos los países. Los chicos llegábamos al colegio con diversas lenguas maternas, comprábamos golosinas con monedas diferentes, celebrábamos varias fiestas nacionales e incluso nuestro descanso semanal se repartía entre los días sagrados de tres religiones. Ahora bien, en medio de aquella cosmópolis se alzaba una isla rodeada de muro y puertas: el recinto donde los moros del campo vendían hortalizas y otros productos frescos, bajo cañizos con ramajes frecuentemente mojados para resguardarse del sol. Se vendía y gritaba en árabe y sólo se admitía moneda hassani del Imperio marroquí. Mi madre la obtenía, antes de entrar en el zoco, de los cambistas judíos sentados a la puerta, cada uno detrás de su cajón-mostrador, con una pizarra anunciando las cotizaciones del día. Así, en el corazón de la ciudad moderna e internacional se pasaba de pronto a casi la Edad Media y a lo que luego aprendí a llamar el Tercer Mundo. Entonces, claro está, yo no era consciente de ello, pero atravesar la puerta me impresionaba siempre y aún recuerdo el rostro de un viejo cambista, de barba blanca y cubierto con un negro sombrero, instalado a la puerta como guardián de aquel mundo antiguo.
Poco más tarde ya viví conscientemente otras fronteras cuando un cambio de residencia familar me llevó, en edad todavía adolescente, a habitar en Aranjuez. El Real Sitio fue decisivo para orientar mi vida y por eso ha permanecido siempre en mi corazón, a pesar de alejamientos geográficos. Allí, a mis catorce años, empecé a sentir doblemente la magia de lo fronterizo, porque en Aranjuez existe una frontera temporal, entre el siglo XVIII de los palacios y el siglo XX de la villa, a la vez que otra frontera espacial separando el mundo mítico del cotidiano. En este último transitan las gentes por calles y plazas, mientras que en aquél habitan los dioses de mármol, franqueando las avenidas o alzándose sobre fuentes o pedestales en las glorietas. La frontera entre ambos espacios era y es muy visible, formada por las grandes puertas cortesanas, entre jambas de piedra de Colmenar, o las larguísimas verjas de los jardines. En uno de éstos, el del Rey, la mitología se hacía aún más patente por el foso circundante, cuyas aguas tomadas del caudaloso Tajo venían a reproducir aquel río Océano que, según los griegos, envolvía el orbe.
lunes, 6 de septiembre de 2010
DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (I)
MADRID, 2 de junio de 1991SEÑORAS Y SEÑORES ACADÉMICOS:
FUE un miembro de esta Casa, el gran novelista don Pío Baroja, para mí además entrañable, quien en cierta ocasión se definió a sí mismo como «hombre humilde y errante». Sin querer parangonarme con su genio creador, hago mía muy sinceramente aquella humildad al comparecer hoy para expresaros, ante todo, mi profunda gratitud por la generosidad con que habéis querido acogerme entre vosotros. Gratitud acrecentada por el hecho de que, no obstante haber discurrido mi principal vida pública por los campos de la economía, supisteis percibir que mi más intensa dedicación estuvo siempre consagrada a la literatura; y que mis novelas, lenta y encarnizadamente elaboradas, no eran un subproducto de mi trabajo, sino, al contrario, se habían apoderado ya de mi años antes de que pensara siquiera en cultivar las ciencias sociales.
Fueron necesidades de la vida las que me llevaron, ciertamente con gozo y fruto para mí, a la docencia universitaria. Pero al mismo tiempo, por trochas y vericuetos, al margen de corrientes y cenáculos, iba dejando mi huella de escritor furtivo en unos cuantos relatos, hasta alcanzar, al cabo de casi medio siglo, un cierto renombre que ahora consagra singularmente vuestra elección. Quizás esa marginalidad me haya hecho el favor de dar a mi obra por lo menos alguna autenticidad, valor que siempre ambicioné sobre todos; pero también hacía menos esperable vuestra decisión al elegirme. Por eso a mi gratitud en estos momentos se une un sincero asombro, pues no creí, durante mi peregrinaje, que aquellas trochas y vericuetos me trajeran a esta Casa. Pero en ella estoy, por merced vuestra, y el honor que con ello recibo se redobla al considerar la figura literaria de mi predecesor en el sillón F, que me ha correspondido ocupar.
No podré precisar en tan breve espacio los méritos del ilustre don Manuel Halcón Villalón-Daoiz mejor de como los proclaman sus propias obras. Novelista excelente, de una calidad literaria públicamente reconocida al otorgársele el Premio Nacional de Literatura, supo también atinar en el análisis de los hechos cotidianos al dirigir con mano maestra una de las publicaciones periodísticas más destacadas de su tiempo. En sus páginas novelescas resplandece un arte cultivado y brillante, emanado de una sensibilidad muy viva y capaz de la expresión más eficaz y de la mayor penetración psicológica, gracias seguramente a arraigar en el mundo natal del autor. Sus Aventuras de Juan Lucas nos presentan ese nativo mundo andaluz agitado por el torbellino de la Guerra de la Independencia. El Monólogo de una mujer fría alcanza insuperable sutileza en el conocimiento del alma femenina y de un cierto ambiente social; mientras que los Recuerdos de Fernando Villalón, su pariente poeta que mereció figurar en la famosa antología de Gerardo Diego, consigue reflejar la estatura humana del personaje sin perder las calidades de la intimidad. Y siempre, sea en primer término o al fondo, ese campo andaluz que tan entrañablemente conocía don Manuel Halcón, y al que debemos su magistral discurso de ingreso en esta Casa.
domingo, 5 de septiembre de 2010
BARTLEBY (y XVII) - Herman Melville
Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.
-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.
-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.
El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.
Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.
La redonda cara del despensero me interrogó:
-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.
-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?
-Con reyes y consejeros -dije yo.
Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!
sábado, 4 de septiembre de 2010
BARTLEBY (XVI) - Herman Melville
No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.
Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.
El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.
Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.
-¡Bartleby!
-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.
-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.
-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:
-¿Ése es su amigo?
-Sí.
-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.
-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.
-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.
-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.
-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.
-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.
Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.
-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.
-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?
-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.
-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?
-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.
-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?
-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.
viernes, 3 de septiembre de 2010
BARTLEBY (XV) - Herman Melville
¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo.
Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.
Al día siguiente le dije:
-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.
No contestó y no se dijo nada más.
En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.
Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.
-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.
Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.
Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.
Lleno de aprensiones, contesté que sí.
-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.
-En nombre de Dios, ¿quién es?
-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.
-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.
Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.
Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación.
-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado.
-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.
Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.
Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo.
Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.
-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.
-Sentado en la baranda -respondió humildemente.
Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.
-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?
Silencio.
-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
-No, preferiría no hacer ningún cambio.
-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!
-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.
-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.
-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.
Su locuacidad me animó. Volví a la carga.
-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud.
-No, preferiría hacer otra cosa.
-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso?
-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente.
-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.
-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.
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