miércoles, 18 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (IV) - Boris Vian (1949)

A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo estampado...Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo.

Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos entrelazados de los que ni siquiera le intereso detenerse a descubrir las respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como mínimo se componía de cinco palmitos.

¡Roma!- se limito a farfullar-. Quo vadis? ¡Fabiola! Et cum spiritu tou! ¡Las orgías! ¡Oh!

Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de los mejores puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.

Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, opto por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de contrachapado sujeto con pernos, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos números más allá, la repostería.

De repente topo con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapo un grito.

¡No empuje!- le respondió una voz profunda-. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.
Esto....yo... ¿No pensara que...?- dijo Orvert
Y giro a la izquierda para salvar el obstáculo.
Segundo choque.
¿Que le pasa a este?- se intereso una segunda voz de hombre.
¡A la cola, como todo el mundo!
Siguió un estallido de carcajadas.
¿Como?- acertó a decir Orvert.
Esta claro- explico una tercera voz-. Seguro que viene en busca de Nelly.
Así es- balbuceo Orvert
Está bien, pues póngase a la cola- prosiguió el hombre-. Somos unos sesenta ya.
Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.
Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.
Tomo por la primera a la izquierda. Una mujer venia, precisamente, en sentido contrario.
Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.
Perdón- dijo Orvert
La culpa es mía- respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.
¿Puedo ayudarla a levantarse?- se ofreció Orvert-. Esta usted sola ¿no es así?
¿Y usted?- pregunto ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?
¿Seguro que es usted una mujer?- continúo Orvert.
Compruébelo usted mismo- le contesto ella.

Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.
¿Donde encontrar un lugar tranquilo?- pregunto Orvert.
En el centro de la calzada- dijo la mujer.
Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.
La deseo- dijo Orvert.
Y yo a usted- dijo la mujer-. Mi nombre es...
Orvert la cortó.
Me da lo mismo- dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.
Proceda- le animo la mujer.
Naturalmente- constato Latuile- va usted sin ropa alguna.
Igual que usted- respondió ella.
Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.
No tenemos ninguna prisa- prosiguió la mujer- Comience por los pies y vaya subiendo.
A Orvert le extraño la proposición. Se lo dijo.

De tal manera, podrá ser consciente de todo- exclamo la mujer-. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.

Habla usted muy bien- dijo Orvert.
Leo siempre Les Temps Modernes- informo la mujer-. Venga, comience de una vez con mi iniciación sexual.
Cosa que Latuile no se privo de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la practica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.
Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.

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