lunes, 16 de agosto de 2010

EL AMOR ES CIEGO (II) - Boris Vian (1949)

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Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas horas. Como saliese de una cogorza de las buenas, en un primer momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho mas que rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una manera distinta. Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de luz de una bombilla viene a dar sobre los parpados cerrados. Con mano torpe, busco el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo solo lo esclareció hasta cierto punto.

Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor Orvert Latuile, reflexiono, se rasco el ombligo y noto, oliéndose la uña a continuación, que necesitaba un baño. Pero al amparo de aquella caligine caída sobre todas las cosas como el manto de Noe sobre Noe, como la miseria sobre el mísero mundo, como el velo de Tanit sobre Salambo o como un gato sobre un violín, le hizo colegir la inutilidad de semejante esfuerzo. Además la tal niebla tenía un dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata forjada.

Para empezar, Orvert decidió prescindir de todos los problemas y actuar como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, unos sobre las sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y estos, el uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.

Dios mío- dijo para si-, que cosa extraña esta calina. Reflexión sin gran originalidad que le salvo del ditirambo, del simple entusiasmo, de la tristeza y de la melancolía negra, colocando el fenómeno en la categoría de las cosas sencillamente constatadas. Pero acostumbrándose paulatinamente a lo inhabitual, se fue animando poco a poco hasta el punto de decidirse a encarar determinadas experiencias muy humanas.

Bajo hasta casa de la portera- se dijo- dejándome la bragueta abierta. Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos.

Como es natural, el espíritu cartesiano de todo francés le induce a dudar de la existencia de cualquier caligine opaca, incluso si es tan tupida como para nublar la vista. Y no es lo que pueda decir la radio lo que vaya a decidir la aceptación de lo chocante. La radio no dice más que majaderías.

Me la saco- dijo Orvert- y bajo como si nada.

En efecto, se la saco y bajo como si nada. Por primera vez en su vida advirtió el chasquido del primer escalón, el temblor del segundo, el grillar del cuarto, el carrasqueo del séptimo, el susurrar del décimo, el chichear del décimo cuarto, las sacudidas del décimo séptimo, el bisiseo del vigésimo segundo y el abejorreo del pasamanos de latón, desatornillado de su sustentáculo terminal.

Se cruzo con alguien que subía aplastándose contra la pared.
¿Quien va?- dijo, deteniéndose.
¡Lerond!- respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.
Buenos días- dijo Overt- Aquí Latuile.

Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro. Lerond emitió una risita embarazada.

Perdone- dijo-, pero no se ve nada, y esta neblina es endiabladamente calurosa.
Cierto- asintió Orvert.

Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que Lerond había tenido la misma idea que el.

Bueno, hasta la vista- dijo Lerond.
Hasta la vista- contesto Latuile, desabrochando solapadamente la hebilla de su cinturón.

Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quito, arrojándolo a continuación por el hueco de la escalera. Ciertamente, aquella calina era tan agobiante como una pichona enamorada. Y si Lerond se paseaba con su mancebía al aire ¿por que tenia Orvert que continuar a medio vestir? O todo o nada.
Chaqueta y camisa volaban poco después. Decidió conservar los zapatos.
Al llegar al final de la escalera, golpeo con delicadeza en el cristal de la portería.

¡Adelante!- respondió la voz de la portera.
¿Hay cartas para mi?- pregunto Orvert.
¡Oh, señor Latuile!- se desternillo de risa la gruesa mujer- ¡Siempre con sus chascarrillos...! ¿Y que, bien dormido ya...? No quise molestarle, pero tendría que haber visto los primeros días de niebla...Todo el mundo parecía fuera de si. En cambio ahora...Bueno, digamos que a todo se acostumbra uno...
Por el poderoso perfume que lograba franquear la lacticinosa barrera, Orvert reconoció que se acercaba a él.

Solamente a la hora del cocido no resulta demasiado cómodo- prosiguió ella-. Pero no deja de ser divertida la nieblecita... Casi se podría decir que alimenta. Como usted sabe, yo como bastante bien...Pues bueno, desde hace tres días, con un vaso de agua y un trozo de pan me basta.
Va a adelgazar- observo Orvert.
¡Ja, ja, ja!- cacareo la portera con su risa parecida a un saco de nueces cayendo por la escalera desde el sexto piso-. Compruébelo por si mismo, señor Latuile. Nunca me había sentido tan en forma. Incluso los melones se me están volviendo a poner en su sitio... Compruébelo, compruébelo por sí mismo.
Esto..., yo...- dijo Orvert.
Palpe, palpe, le digo que palpe.

Y cogiendo la mano del sentenciado, la coloco sobre el remate de uno de los melones en cuestión.

¡Asombroso!- constato Latuile.
Y eso que tengo cuarenta y dos años- informo la portera- ¿Eh? ¿Quien lo diría? ¡Ah.. Y es que las que son como yo, un poquito gruesas por donde es debido, tienen esa ventaja.
¡Pero por todos los santos!- exclamo Orvert asombrado- ¡Esta usted desnuda...!
¡Claro! ¡Lo mismo que usted!- replico ella.
Cierto- musito Orvert para si-. Brillante idea he tenido.
Han dicho los del arradio- prosiguió la portera- que se trata de un aerosol cafronisiaco.
¡Ah...!- dijo Latuile.

Con la respiración entrecortada, la portera buscaba contacto. Por un instante, el hombre tuvo la sensación de que la dichosa calina le permitiría escamotearse.

Escuche, por favor, señora Panuche- le imploro-. No somos animales. Aunque se trate de un aerosol afrodisíaco hay que comportarse con mesura.
¡Oh, oh!- se limito a decir la señora Panuche con voz jadeante, mientras se servia de las manos con precisión nada mesurada.
¡Está bien!- dijo finalmente Orvert con dignidad-. Arrégleselas como pueda. Yo no quiero saber nada.
Oiga- murmuro la portera sin perder su presencia de ánimo-, el señor Lerond es mucho más amable que usted. Con usted, según parece, es una quien tiene que hacerlo todo.
Escuche- le dijo Latuile-. Acabo de despertarme hoy. Por lo tanto, me falta entrenamiento.
Descuide, le enseñare - aseguro la portera.

A continuación ocurrieron cosas sobre las que será mejor echar el piadoso manto de este desdichado mundo como sobre las miserias de Noe, de Salambo y el velo de Tanit en la encerrona.

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