Ambos modos de vida, el central y el fronterizo, coexisten desde luego dentro de cada estructura considerada y entre ellos no hay un límite tajante sino una zona intermedia, como la que aparece cuando se mezclan lentamente dos líquidos de distinto color, mostrando matices y gradaciones. Pertenecientes ambos a una sola unidad, son más bien diferencias de grado las que los caracterizan. Los centros no son del todo ajenos al cambio, pues arrastrados también por el río del tiempo, van evolucionando; aunque más lentamente que con el ritmo, a veces revolucionario, de los avances fronterizos. En los centros aparecen herejes y vanguardias; así, en el París del Segundo Imperio escandalizaban ya los primeros impresionistas y en la Viena de Francisco José pintaba Egon Schiele y enseñaba Freud. A su vez, también en las fronteras hay quienes recelan del exterior, encarnando actitudes centrales dentro de la periferia. En suma, los dos estilos no son rivales, sino complementarios: tan vital es conservar como cambiar. Convienen las bodas de Jano y Némesis, o al menos su armonía. Los cambios generados en la frontera no serían posibles si el centro no contribuyera al soporte de lo modificable. Tan vital es el cambio como la permanencia, tan lícita la actitud central como la fronteriza. Pero esta última vive más abierta a la innovación y al progreso porque, como cantó el gran fronterizo Pablo Neruda, «no es hacia abajo ni hacia atrás la vida». Por eso me declaro fronterizo, pues si bien me llevaron a esa orilla las corrientes de la vida, muy pronto mi voluntad se instaló a gusto entre gentes alerta, con ganas de vivir. Hasta los contrabandistas que he conocido eran alegres, despiertos, cordiales y sanamente pícaros. No vivían engañados: sabían que el contrabando solamente es delito porque lo impone la ley al servicio de la extorsión fiscal. Es más, para un creyente en el mercado libre, el contrabando no hace sino devolvernos la libertad de oferta que el Estado nos ha quitado.
Desde aquella frontera aduanera la vida me llevó ante otras más graves y más encubiertas, cuando me dediqué a estudiar economía. Entre todas ellas recordaré ahora dos, como excelentes ejemplos de la actitud fronteriza frente a la interpretación del centro.
La primera es el llamado durante años «telón de acero», entre ambos polos de la estructura mundial de la postguerra. Como es sabido ese telón se vino abajo al desaparecer el muro de Berlín, y así se pasó de un mundo dominado por una polaridad rival a otro bajo un solo poder hegemónico. El imperio central interpretó entusiasmado el acontecimiento, según la tesis del celebrado artículo de Francis Fukuyama, titulado El fin de la Historia. Ese título no quiere anunciar que ya no le esperan nuevas vicisitudes a la humanidad, sino afirmar que el fracaso del comunismo demuestra la verdad del capitalismo y le consagra como el Orden Natural definitivo, toda vez que el comunismo era el sistema opuesto y no ha podido subsistir.
Vista desde la frontera esa interpretación es errónea y el «telón de acero» fue una falsa divisoria. El error consiste en creer que Occidente es el mercado libre mientras el comunismo es la planificación. La verdad es que en el comunismo funcionaban mercados, como necesariamente ha de ocurrir en toda sociedad con división del trabajo, mientras el capitalismo aplica también programas y previsiones estatales, condicionantes del mercado. Aparte de que el mercado perfecto no ha existido ni podrá existir nunca, sólo los ingenuos y algún premio Nobel de economía llegan a creer que nuestro mercado encarna la libertad de elegir, olvidando algo tan obvio como que sin dinero no es posible elegir nada.
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