Lo esencial del capitalismo no está en que utilice el mercado mucho más que el plan. Lo fundamental es su creencia de que, gracias a la competencia privada, cuanto más egoístamente se comporte cada individuo, tanto más contribuirá al progreso colectivo. Por tanto, es deseable que cada uno aumente al máximo su beneficio a costa de quien sea y a partir de esa creencia se pasa insensiblemente a pensar también que en la vida sólo importa lo que produce ganancia monetaria. Así se desprestigian todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos; es decir, lo que no se cotiza en el mercado no tiene valor. «Cualquier necio», escribió Machado, «confunde valor y precio». Hablando en general, nuestra civilización padece esa necedad. Y si en el siglo XVIII, en que nació esa doctrina, la práctica religiosa podía paliar los excesos del sistema, en estos tiempos secularizados los valores no económicos pasan a segundo plano y el texto sagrado es el Evangelio según San Lucro. En el altar mayor son adorados el Becerro de Oro y su pareja la Técnica, santa madre de la productividad multiplicadora de los beneficios, de la que se espera la solución de todos los problemas. Los capitalistas y sus técnicos cuidan de ese altar, controlando los medios de producción y repitiéndonos a los fieles —reducidos a meros productores/consumidores— que lo que no vale dinero no merece la pena.
El comunismo coincide plenamente con el capitalismo en adorar la técnica y la productividad y en confiarles la solución de todo aunque, como no cree en el mercado e intentó vanamente instaurar incentivos humanos distintos del lucro, quienes allí atienden el altar no son los capitalistas sino los funcionarios y técnicos estatales. Tanto coincide con el capitalismo que incluso reduce la historia a lo económico, todavía con mayor rigor. No debe extrañarnos porque Marx, europeo de su tiempo, aprendió ecomía en David Ricardo. Por estas y otras razones resulta indudable que el comunismo —es decir, el capitalismo de Estado— y el modelo americano son ramas del mismo tronco: la civilización moderna. Por eso ya afirmó Toynbee que el sistema soviético era una herejía del capitalismo. El fracaso comunista deja pendiente, por tanto, una grave interrogación, a saber: ¿estaba muerta solamente esa rama o acaso también el resto del árbol padece la enfermedad?
No es propio de esta ocasión intentar una respuesta y paso por ello al segundo ejemplo de frontera mundial, menos definida pero más real y profunda. Me refiero a la existente entre el norte y el sur; es decir, entre el «centro» y la «periferia», denominaciones éstas popularizadas desde hace tres o cuatro décadas para designar, entre economistas, a los países ricos y pobres respectivamente. Es una frontera cruel, es el permanente foso entre los que derrochan y los que no tienen, entre los dueños del poder y los sometidos a él. Un foso que además se ahonda cada año, pues pese a las ayudas organizadas y los sucesivos Decenios para el Desarrollo de las Naciones Unidas, en la pasada década muchos países han retrocedido en vez de progresar.
Cuando, hace casi treinta años, se convocó una magna conferencia internacional para tratar el problema del subdesarrollo en el sur, los economistas de la periferia pusieron en evidencia que la actual situación del escenario mundial, enteramente dominado en los mercados y en las finanzas por los países ricos, impedía al sur progresar siguiendo la mismas vías trazadas por las grandes potencias europeas en el siglo XIX, cuando colonizaban el planeta sin ningún rival de su talla. Sordos al argumento, aunque esa situación esté a la vista, los expertos del norte y los organismos internacionales siguen recomendando las recetas de antaño, recordándoselas a sus interlocutores del sur con la misma sonrisa de superioridad, entre el desdén y la tolerancia, con que se habla a los niños o a los ignorantes. Incluso prometieron al sur un Nuevo Orden Económico Internacional que no llegó a nacer ni hubiera podido ser nuevo, porque tales promesas quedan sin cumplir cuando han de llevarlas a cabo quienes se están aprovechando del viejo orden, como le ocurre al norte. Visto desde mi frontera, el resultado es hoy un mundo con medios técnicos suficientes para alimentar a todos, pero en cuya mitad sur persiste injustamente el hambre. Es decir, un mundo viciado en el que presumir de racionalidad económica es un sarcasmo, porque las recetas económicas impuestas desde el norte están desfasadas respecto del mundo actual y perjudican a la periferia en beneficio del centro.
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