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sábado, 11 de septiembre de 2010

DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (VI)

Se configuran así dos diferentes estilos de vida: el fronterizo y el central. El primero cuenta con lo ajeno, que le provoca curiosidad con adhesiones o rechazos mezclados, le sugiere nuevas ideas y hasta las infiltra en él. Pues las fronteras, por muy altas que sean las murallas chinas, nunca impiden ignorar lo existente más allá, ni envolverlo en la indiferencia; actitud en cambio bien propia del centro, donde suele vivirse como si su mundo fuese el único. El fronterizo es sustancialmente ambivalente —es decir, instalado en ambos lados de la divisoria, aun cuando no en igual medida— y es también ambiguo, porque oscila entre ambas identidades: la originaria y la tentadora. Esa condición originaria, aunque homogénea con la de su centro y dependiente de él, está impregnada y atemperada por lo exterior. Su identidad es por eso menos pétrea, su propensión al cambio es mayor; entendiendo esa propensión en el doble sentido del vocablo, pues se trata tanto del intercambio con el exterior cuanto de la propia transformación. Esa es la cualidad del fronterizo, asomado siempre hacia fuera a la vez que atirantado desde el centro del poder. Pero, aunque dependa de éste, la tendencia al cambio hace a lo fronterizo más dinámico, con una vitalidad más abierta al abigarramiento de lo imprevisible, más propiciadora de vanguardias.

El centro, por el contrario, es más estable, reacio y hasta resistente a esa movilidad, pues la juzga capaz de socavar la esencia del conjunto, de la que se siente guardián tradicional. Cuando su poderío rebosa y cede a la tentación de traspasar sus fronteras, lo hace para violarlas, para ampliar su jurisdicción, para imponer en el territorio ganado su ley y su norma, que el centro defiende a veces tan rigurosamente como para llegar a los extremos del dogma, del rigor ortodoxo y hasta de la tiranía. El centro es esencialmente conservador del Orden con mayúscula. Goethe lo formuló exactamente, y si es cierta su frase de «prefiero la injusticia al desorden», es de lamentar que su genio de pensador cayera con esas palabras en grave torpeza. Claro está que esa opinión es muy comprensible en quienes, como él, se encuentran a salvo de injusticias por su posición social junto a los palacios, pero un hombre de su talla debió darse cuenta de que la injusticia es el más intolerable de todos los desórdenes.

Para explicarnos esas goethianas palabras, tan significativas, basta comprender que responden a una creencia muy firmemente arraigada en la actitud central: la de que su estilo de vida, recibido del pasado, no es un orden cualquiera, sino, precisamente, el Orden Natural de la sociedad. Orden Natural, con mayúsculas, son las palabras imprescindibles en la bandera de todo centro, desde que la creciente secularización de la vida hizo que no pudiera imponerse a todos un orden revelado, del que antes derivaba el natural. Con esa creencia se legitima la descalificación inmediata de cualquier otro estilo de vida como anti-natural; es decir, aberrante, condenable y extirpable por cualquier medio, en defensa del interés del centro. Así, en nuestro entorno, se declara Orden Natural de la familia humana al matrimonio monogámico indisoluble, como si no fueran igualmente humanas y naturales las demás instituciones familiares registradas por la historia o la antropología. Y lo grave es que el Orden Natural como creación del poder tiene a su servicio razonadores y exégetas, armados con medios educativos y de comunicación lo bastante fuertes como para acallar dudas, ahogar vacilaciones, justificar represiones y descalificar a disidentes. La historia está llena de ejemplos.

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