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jueves, 16 de septiembre de 2010

DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (XI)

Desde la famosa y archicitada frase cartesiana «Pienso luego soy», emparejando así raciocinio con existencia, la racionalidad del sistema ha ido subestimando el sentimiento que, sin embargo, es primero que la razón, pues, apenas nacido, el niño siente el pezón de la madre, aunque todavía en su cerebro no hayan empezado a formarse las conexiones del raciocinio. Por eso, en la frontera más cercana a la vida, preferimos otra sentencia distinta, a saber: «Siento, luego existo». Pero hasta los sentidos son manipulados por el mercado, sustituyendo el goce directo de las cosas mismas por el simulacro de imágenes. «Civilización de la imagen», se repite hoy orgullosamente, y se vive entre espejismos, como si la imagen televisiva de un crepúsculo no empobreciera el patetismo de los campos recogiéndose en la noche. ¡Ah! pero es que la imagen nos domestica para la pasividad y es mucho más disfrazable por el poder que la visión personal.

No hace falta continuar porque un solo aspecto los resume todos: hasta el amor deja de ser sagrado, reducido a contacto y a sexo o técnica, cuando es pura vida en éxtasis, en vilo, en lo más alto del surtidor, allí donde es, pero ya se quiebra y desintegra en el aire, al borde del no ser. No osaré decir nada del amor porque no soy un gran poeta, pero sí pondré de manifiesto cómo se le maltrata, con sólo recordar dos frases tan habituales como reveladoras. Pues resulta que no provoca escándalo una expresión tan repulsivamente mercantil y degradante como la de «débito conyugal», y, en cambio, muchos se sobresaltan cuando oyen hablar de «amor libre»; siendo lo cierto que el amor forzado no es amor y que no cabe amor sin libertad ni auténtica libertad sin amor. Pero es que el centro se escandaliza al revés, por miedo a la ambivalencia y la ambigüedad, cualidades tan vivas en el amor y en la frontera.

Y si el amor no es sagrado, ¿cómo va a serlo la muerte? Hoy no se la recibe en su madurez, sino que a veces la apresuramos desatinadamente y otras la aplazamos, manteniendo una vida carente ya de dignidad humana. No se acepta la muerte, aunque nos acercamos a ella cada día, como lo hago ahora mismo mientras hablo, sin entristecerme por estar muriendo, puesto que es la prueba de estar vivo. Pues la muerte no es lo contrario del vivir, sino el horizonte que lo confirma y contra el cual gana la existencia en intensidad, como el retrato sobre un fondo acertado. Si conscientemente dejamos a la muerte que nos acompañe, hace milagroso cada instante, retoca voluptuosamente el irrecuperable pasado, hace incierto el futuro y así más deseable. No es enemiga, sino amiga, quien nos salva de la decrepitud; pero esta civilización no lo entiende y escamotea la presencia de la muerte en nuestro escenario social.

Muy colmado de ciencia está Occidente, pero muy pobre de sabiduría. Es decir, del arte de vivir, más abarcante que la ciencia porque, contando con ella, incluye además el misterio. Ahora no se procura alcanzar la iluminación, sino sentir el latigazo del deslumbramiento. Se busca el estrépito, lo aparatoso, los focos publicitarios; no el silencio, lo auténtico, ni el resplandor tranquilo de la lámpara. Un símbolo de nuestro tiempo es preferir la ducha, rápida, ruidosa y acribillante, en vez de envolverse voluptuosamente en la líquida seda del baño, lento y sosegado. Los países de la periferia conservan, aun en su atraso técnico, más sabiduría y eso es una esperanza para todos, porque cada día es más urgente compensar el desajuste esencial de esta civilización: el de tener muchos medios sin saber ponerlos al servicio de la vida.

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