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miércoles, 15 de septiembre de 2010

DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (X)

Las esperanzas del sur podrán parecer ilusorias precisamente cuando en la reciente guerra del golfo el emperador de Occidente ha advertido a todos de su poderío militar con el más aparatoso despliegue de fuerzas jamás montado contra un enemigo sin resistencia. Pero para hacerlo tuvo que conseguir ayudas económicas, porque quien fue el gran acreedor mundial hace cuarenta años es hoy el mayor deudor. Cuando ahora, en su soberbia, proclama el fin de la historia, empieza a advertirse que ha asumido un papel superior a sus fuerzas y que va a encontrar su límite. Quienes creemos que la humanidad evoluciona en espiral, repitiendo su paso por los mismos ejes, aunque a distancias crecientes del centro, recordamos que así cayeron antes todos los imperios. La afirmación no es sólo mía, sino también de historiadores y de algún destacado estadista europeo. Lo proclamó excelsamente, ante las ruinas de Itálica, el autor de estos versos, admirables entre todos los de la poesía castellana:

«Las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron».

La consideración de dos fronteras me ha traído a ocuparme de límites y ya hice notar que importa no confundirlos con aquéllas, como lo hace nuestra moderna civilización, a causa de que su racionalidad economicista le permite creer que el incremento de la producción puede continuar ilimitadamente. Esta cultura no ha oído hablar de la otra Némesis, suprema y terrible guardiana de los límites, ante quien los mismos dioses se doblegaban y que implacablemente castigaba a los transgresores de lo sagrado.

Las fronteras tienen puertas, cuyo dios era Jano. Pueden ser superadas, asumidas e incluso desplazadas, puesto que son producto de la conveniencia humana y se establecen para mejor interpretar lo real o para comodidad de la vida. En cambio, los límites carecen de aberturas y no es lícito franquearlos: quien a ello se atreva corre un riesgo mortal para su cuerpo o para su espíritu, por haber violado lo sagrado. Mi afirmación parecerá exagerada porque no nos educan ahora en el respeto a lo sagrado, pero no por eso es menos castigada la transgresión. Vulnerar el secreto orden del mundo acarrea la aniquilación del culpable, como ha sucedido siempre con las altas torres que despreciaron al aire.

Los antiguos, en cambio, vivían lo sagrado, y lo mostraban de manera sublime en la tragedia. Sentían la existencia de un plano vital misteriosamente superior al hombre, aunque, al mismo tiempo, presente también en las más hondas cavernas de su espíritu. Sagrada era la belleza, la diamantina y cegadora belleza. Sagrado podía llegar a ser el oscuro seno de una caverna, la magia del plenilunio, el sortilegio de una fuente, la palabra de un asceta. En nuestro Génesis, un árbol del bien y del mal constituyó tan riguroso límite que con la transgresión se acabó el Paraíso. Sagrados eran los límites de la ciudad antigua y sus murallas no oponían sólo a los ataques su solidez, sino además el anatema contra el atacante. Nuestra civilización, en cambio, ha roto con lo sagrado y elevado a sus altares lo más opuesto; a saber: el dinero y la eficacia material. Como no se vive lo sagrado no se escriben apenas tragedias, y si alguna accede a la escena —entre vosotros está quien las ha escrito con tanto coraje como dignidad— el espectador no llega a estremecerse con el horror que invadía al público de Epidauro, pues tiene embotada la sensibilidad para el misterio. Es imposible sentir lo sagrado en la Naturaleza cuando los técnicos la degradan y manipulan como mero recurso explotable, provocando así el castigo de los desastres ecológicos. No puede haber lugares sagrados para el profanador turismo de masas creado por nuestro tiempo, a diferencia de las antiguas peregrinaciones. Tampoco el hombre es sagrado para el sistema, que tritura su persona hasta degradarla a la mera condición de mercancía y mercader, acribillándola a diario con una invasora y condicionante publicidad, inspirada sólo en el lucro. Por eso no estremece el hambre de pueblos enteros ni los muertos por bombardeos militares cuya «rentabilidad» se planea cuidadosamente, comparando las víctimas esperadas con el coste del material bélico. Ni es sagrado el cuerpo, mero instrumento incluso para quien lo anima, invocando un supuesto derecho a hacer con él lo que quiera, sin darse cuenta de que su cuerpo no es una propiedad suya, sino que es él mismo.

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