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jueves, 9 de septiembre de 2010

DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (IV)

A mi juicio, una civilización puede entenderse como una complejísima estructura de fronteras, determinantes de actores y relaciones en el sistema social. Y no sólo fronteras en el espacio, como se ha mostrado, sino también en el tiempo. Cada acto y cada suceso se aparta con una irreversible frontera de las alternativas simultáneamente rechazadas o eliminadas, así como también de los actos anteriores y de los posteriores. Todo período de transición es una frontera temporal entre dos épocas históricas.

La interpretación fronteriza del mundo es tan lícita como cualquier otra, y resulta acertada o no según el problema que abordemos. La realidad tiene infinitas dimensiones y por eso no cabe describirla, aunque nos hagamos cada día la ilusión de lograrlo. Sólo podemos interpretarla. Dime cómo miras y te diré quién eres en ese momento, porque la retícula conceptual usada al mirar —es decir, nuestra manera de proyectarnos hacia el exterior— es tan reveladora de nuestra personalidad como el disfraz adoptado para el baile de máscaras que, por el mero hecho de haberlo elegido, descubre nuestras secretas fantasías mejor que la apariencia habitual.

Nuestra relación con el mundo está condicionada por esa incapacidad nuestra para abarcar todas las dimensiones, determinando las cualidades de cada interpretación de la realidad. Por eso mismo, otra de las definiciones de Dios podría ser el Ente que abarca simultáneamente todas esas dimensiones. Sin pretender conocimientos filosóficos que no poseo, me parece evidente que cualquier percepción está filtrada ante todo por las limitaciones de nuestros sentidos —aun con los mayores auxilios de la técnica— y, además, por nuestros conceptos, prejuicios o deseos. Nos atenemos, conscientemente o no, a una o a muy pocas dimensiones de lo real. Con eso nos situamos en un plano fronterizamente separado de todos los posibles, que otros observadores podrían preferir para interpretar esa misma realidad.

La realidad, además de multidimensional, es un continuo y eso refuerza la imposibilidad de describirla: Natura non fecit saltus, como advirtió la sabiduría clásica. Las fronteras, incluso las más obvias, las introducimos nosotros, indispensablemente, con el fin de conocer, clasificando e identificando lo percibido. Así como el economista interpreta la sociedad en términos de dinero y costes, o el patólogo en función de enfermedades, cabe pensar nuestro escenario como articulación de fronteras en los más distintos planos. No es que yo pretenda ofrecer ahora una visión fronterológica del mundo, como aquella «cocotológica» de Unamuno con sus pajaritos de papel, sino sencillamente presentarme como soy mediante la interpretación de mi circunstancia, mostrando la forma en que la vivo. Pues en eso fundo la dignidad del hombre: en dar sentido humano a cuanto le sobreviene. En sí mismos los acontecimientos que nos caen encima —gozos o desventuras— son ajenos a lo humano. Los humanizamos nosotros en la actitud al recibirlos; en nuestra manera de aceptar las cosas las creamos o vestimos de humanidad.

Mi mundo está como fronterado, que diría quizás un maestro de armas, con los muros, las banderas, la piel, las palabras. Las palabras, cierto: cada una puede ser frontera: el «aquí» se aparta del «allá»; el «gato» es la divisoria frente a todo lo «no-gato». Pero sería desmedida tentación la de extenderme acerca de la palabra ante vosotros, que tanto más sabéis de ella. Sólo la reverenciaré de pasada como proeza suprema del hombre —único animal que habla— y recordarla dotada, como todas las fronteras, de precisión clarificadora y, a la vez, de ambigüedad; pues en el continuo de la realidad todo tajo conceptual es artificioso y no es tan clara la diferencia entre el «gato» y el «no-gato». «Voces hay tan dudosas y ambiguas» —escribía el Padre Sigüenza encomiando al San Jerónimo traductor— «que hacen disentir unos de otros», y así es como cada texto tiene varias lecturas y su valoración cambia con el tiempo.

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