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miércoles, 8 de septiembre de 2010

DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (III)

Algunos muchachos teníamos el privilegio de poder penetrar bajo las frondas de los árboles centenarios y de quedarnos a solas frente a los dioses, viendo cruzar el sendero a un faisán macho con el arco iris de su larga cola, sintiendo la presencia de invisibles sombras y escuchando inaudibles voces que aún me siguen acompañando. La última de mis viviendas en Aranjuez tenía ventanas al Jardín del Príncipe, del que sólo me separaba la arbolada calle de la Reina, y de noche, en el verano, me gustaba acercarme a la alta verja y permanecer largo rato con la cara entre dos barrotes que mis manos aferraban. El mundo mítico se me mostraba entonces más verdadero que nunca, con sus fragancias, rumores, voces de aves, crujidos de hojas caídas como rumor de pasos furtivos y ecos de misteriosas profundidades, A veces la claridad lunar encendía aquel mundo del tal manera, haciéndolo a la vez cristalino y fantasmal, que cuando regresaba a mi casa me llevaba a mis sueños un tesoro de fantasías. Fue en mis últimos tiempos de Aranjuez cuando ya empecé a imaginarme escritor, sin duda al impulso de tales vivencias y, para acabar expresando lo que aquella doble frontera significó para mí, me limitaré a decir que ya hacia 1950 empecé a situar en el Real Sitio una novela, aunque sólo hace un año he podido decidirme, venciendo mi respeto por aquel lugar mágico, a trabajar definitivamente en ella. Entonces ignoraba que me estaba empezando a poseer ya la adicción a lo fronterizo. Lo barrunté poco después, cuando mi primer destino en una aduana me convirtió en habitante de una frontera. Y poco más tarde, ¡qué horrenda frontera, en el tiempo y el espacio, en las ideas y en la conducta, fue la mal llamada guerra civil! Salimos de ella con el país erizado de muros con cristales rotos en lo alto. Desde entonces he detectado fronteras por todas partes, aunque muchas no reciban ese nombre.

Es fácil comprobarlo sin salir de aquí. Los muros de esta sala, ¿qué son sino fronteras separándonos de la calle y de la ciudad? Dentro, también este estrado presenta su frontera en la barandilla y la escalerilla de acceso. Sigamos: cada uno de nosotros se envuelve en torno a su persona, aun sin proponérselo, en un ámbito propio, y aunque la divisoria no sea tangible, todos resentimos como agresión ciertas voces o ruidos, ciertos acercamientos o gestos no solicitados. Más hacia nuestro centro tenemos, constituyéndonos rigurosamente, la decisiva frontera de nuestra piel, envolviéndonos el cuerpo con sus varias funciones, receptoras y defensivas a la vez. Más adentro aún están las innumerables fronteras de nuestra anatomía, las delimitaciones entre órganos y circuitos, hasta llegar a la pequeñez de cada célula interdependiente, con su membrana tan separadora como permeable a un tiempo. Finalmente, allá donde el análisis no encuentra materia, en eso que llamamos el espíritu o la psiquis con su base cerebral para su inlocalizable riqueza, se alzan las innumerables fronteras inculcadas o adquiridas, las prohibiciones conscientes o inconscientes, las barreras o los estímulos al comportamiento. Y volviendo a nuestro exterior, considerándonos como grupo humano reunido en este ámbito, ¡cuántas fronteras cruzándose y entrecruzándose para diferenciarnos por la edad, el sexo, las actividades, los gustos y tantas otras cualificaciones!

Si hubiésemos procedido hacia fuera de estos muros hubiéramos hallado otras fronteras: en las divisorias materiales, en las leyes que prohiben o permiten, en los recintos, en los hábitos. Fronteras por todas partes, delatadas por banderas, colores en el mapa, idiomas y otros signos innumerables.

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