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sábado, 19 de junio de 2010

JOSÉ SARAMAGO

Da igual qué libro tuyo saque de la estantería. No importa la página por la que lo abra. Es indiferente el párrafo elegido. Todo es genial.
Te echaré de menos.
Ninguno de los dos tenía apetito, cada cual por sus motivos. No te veo comer, debes de estar muy cansado, dijo ella, Bastante, sí, perdí el hábito del esfuerzo, por eso me cuesta más, dijo él, La idea de la fabricación de estas estatuillas fue mía, Ya lo sé, Fue mía, pero en estos últimos días me está atormentando una especie de remordimiento, a todas horas me pregunto si habrá valido la pena que nos metamos a elaborar figuras, si no será todo esto patéticamente inútil, En este momento lo más importante para tu padre es el trabajo que hace, no la utilidad que tenga, si le quitas el trabajo, cualquier trabajo, le quitas, en cierto modo, una razón para vivir, y si le dices que lo que está haciendo no sirve para nada, lo más probable, aunque la evidencia del hecho esté estallando ante sus ojos, será que no lo crea, simplemente porque no puede, El Centro dejó de comprarnos cacharrería y consiguió aguantar el choque, Porqué tú tuviste en seguida la idea de hacer figurillas, Presiento que están a punto de llegar días malos, todavía peores que estos, Mi ascenso a guardia residente, que ya no tardará mucho, será un día malo para tu padre, Él dijo que se vendría con nosotros al Centro, Es verdad, pero lo dijo de esa manera que decimos todos que un día tendremos que morir, hay parte de nuestra mente que se niega a admitir lo que sabe que es el destino de todos los seres vivos, hace como si no fuera ella, así está tu padre, nos dice que se vendrá a vivir con nosotros, pero, en el fondo, es como si no lo creyera, Como si estuviese esperando que le apareciera en el último instante un desvío que le lleve por otro camino, Debería saber que para el centro sólo existe un camino, el que lleva del Centro al Centro, trabajo allí, sé de lo que hablo, Habrá quien diga que la vida en el Centro es un milagro a todas horas.
La caverna (páginas 298 - 300) Ed. Alfaguara.
La decisión de don José apareció dos días después. En general no se dice que una decisión se nos aparece, las personas son tan celosas de su identidad, por vaga que sea, y de su autoridad, por poca que tengan, que prefieren dar a entender que reflexionaron antes de dar el último paso, que ponderaron los pros y los contras, que sopesaron las posibilidades y las alternativas, y que, al cabo de un intenso trabajo mental, tomaron finalmente la decisión. Hay que decir que estas cosas nunca ocurren así. A nadie se le pasa por la cabeza la idea de comer sin sentir suficiente apetito y el apetito no depende de la voluntad de cada uno, se forma por sí mismo, resulta de objetivas necesidades del cuerpo, es un problema físico-químico cuya solución, de un modo más o menos satisfactorio, será encontrada en el contenido del plato. Incluso un acto tan simple como es el de bajar a la calle a comprar el periódico presupone no sólo un suficiente deseo de recibir información, que, aclarémoslo, siendo deseo, es necesariamente apetito, efecto de actividades físico-químicas específicas del cuerpo, aunque de diferente naturaleza, como presupone también, ese acto rutinario, por ejemplo, la certeza, o la convicción, o la esperanza, no conscientes de que el vehículo de distribución no se atrasó o de que el puesto de venta de los periódicos no está cerrado por enfermedad o ausencia voluntaria del propietario. Además, si persistiésemos en afirmar que somos nosotros quienes tomamos nuestras decisiones, tendríamos que comenzar dilucidando, discerniendo, distinguiendo, quién es, en nosotros, aquel que tomó la decisión y quien es el que después la cumplirá, operaciones imposibles donde las haya. En rigor, no tomamos decisiones, son las decisiones las que nos toman a nosotros. La prueba la encontramos en que nos pasamos la vida ejecutando sucesivamente los más diversos actos, sin que cada uno vaya precedido de un período de reflexión, de valoración, de cálculo, al final del cual, y sólo entonces, nos declararíamos en condiciones de decidir si iremos a almorzar, a comprar el periódico o a buscar a la mujer desconocida.
Todos los nombres (páginas 46-47). Ed. Alfaguara.
El ciego de la pistola se había sentado en la cama, el sexo flácido estaba posado en el borde del colchón, los pantalones enrollados sobre los pies. Arrodíllate aquí, entre mis piernas, dijo. La mujer del médico se arrodilló. Chupa, dijo él. No, dijo ella, O chupas o te muelo a palos y te vas sin comida, dijo él, No tienes miedo de que te la arranque de un mordisco, preguntó ella, Puedes intentarlo, tengo las manos en tu cuello, te estrangulaba antes de que me hicieras sangre, respondió él. Luego dijo, Reconozco tu voz, Y yo tu cara, Eres ciega, no me puedes ver, No, no te puedo ver, Entonces, por qué dices que reconoces mi cara, Porque esa voz sólo puede tener esa cara, Chupa y déjate de charla fina, No, O chupas, o tu sala no verá nunca más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de los dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola, Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar.
Ensayo sobre la ceguera (páginas 204-205) Ed. Alfaguara.
Jesús muere, muere, y ya va dejando la vida, cuando de pronto el cielo se abre de par en par por encima de su cabeza, y Dios aparece, vestido como estuvo en la barca, y su voz resuena por toda la tierra diciendo, Tú eres mi Hijo muy amado, en ti pongo toda mi complacencia. Entonces comprendió Jesús que vino traído al engaño como se lleva al cordero al sacrificio, que su vida fue trazada desde el principio de los principios para morir así, y , trayéndole la memoria el río de sangre y de sufrimiento que de su lado nacerá e inundará toda la tierra, clamó al cielo abierto donde Dios sonreía, Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo. Luego se fue muriendo en medio de un sueño, estaba en Nazaret y oía que su padre le decía, encogiéndose de hombros y sonriendo también, Ni yo puedo hacerte todas las preguntas, ni tú puedes darme todas las respuestas. Aún había en él un rastro de vida cuando sintió que una esponja empapada en agua y vinagre le rozaba los labios, y entonces, mirando hacia abajo, reparó en un hombre que se alejaba con un cubo y una caña al hombreo. Ya no llegó a ver, colocado en el suelo, el cuenco negro sobre el que su sangre goteaba.
El Evangelio según Jesucristo (página 446) Ed. Alfaguara.

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