Jueves 18 de agosto (1921)
Nada que consignar; salvo una intolerante agitación nerviosa que quizá se me pase escribiendo. Aquí encadenada a mi roca: forzada a no hacer nada, condenada a dejar que cada preocupación, cada rencor, irritación y obsesión, me arañe y desgarre y empiece de nuevo. Quiero decir que no puedo pasear, que no puedo trabajar. Cada libro que leo me burbujea en la cabeza como parte del artículo que me gustaría escribir. No hay nadie en Sussex tan desgraciado como yo; ni tan consciente de la infinita capacidad de goce que se acumula en mi interior, y que podría utilizar. Oigo al pobre L., que empuja la segadora arriba y abajo; para una esposa como yo, debería tener una jaula con una etiqueta que dijera: ¡Muerde! Pero, si una es Prometeo, si la peña es pesada y los tábanos pican, no hay lugar para la gratitud, el cariño, o cualquier otro sentimiento noble. Y así he desperdiciado agosto. Sólo la idea de que otros sufren más que yo me consuela; lo que me parece un caso aberrante de egoísmo. Aunque rara vez me dejo influir por el amor a la humanidad, a veces siento pena por los pobres que no leen a Shakespeare, y, desde luego, me sentí una especie de hipócrita demócrata y generosa cuando en el Old Vic interpretaron a Otelo y todos los pobres, hombres, mujeres y niños, tuvieron a Shakespeare para ellos solos. Cuánto esplendor y cuánta pobreza. Escribo para calmar los nervios, así que no importa si escribo tonterías.
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