viernes, 17 de septiembre de 2010

DESDE LA FRONTERA / D. JOSÉ LUIS SAMPEDRO SÁEZ (Y XII)

Al luchar contra ese desajuste evitemos, sin embargo, el desafuero de los extremismos que lo agravan. También el de la frontera, aunque sea la avanzadilla del cambio, porque el centro tiene sus razones y sus valores. Lo importante, sea en el centro o en la frontera, es ser lo que se es con dignidad, entendiendo la dignidad ajena. Unos y otros tenemos nuestras razones y motivos. Hace muchos años, con juvenil y dramático apasionamiento, pensaba yo que todos éramos culpables de todo. Hoy creo que, salvo en actos concretos, somos todos inocentes. Las ideas genéricas de culpa o de pecado colectivo no son más que instrumentos del dogma o del poder para dominar mejor.

No hay convivencia sin tolerancia mutua, y así vuelvo a mis palabras iniciales, para rogaros tolerancia hacia el hombre que soy, humilde y fronterizo; aunque acaso no sea tanta mi humildad, puesto que vengo envaneciéndome de ella. ¿O quizás en el fondo la humildad tiene también su orgullo? «Llaneza muchacho, y no te encumbres, que toda afectación es vana», recomienda el maestro de todos por boca de maese Pedro, el del retablo. En todo caso, me sosiega saber que mis venideros pasos hacia mi última frontera los daré en vuestra compañía y al amparo de vuestro saber. Me esforzaré por no desentonar en esta Casa y, por si en alguna ocasión no lo consigo, permitidme justificarme de antemano concluyendo con una leyenda japonesa:

En un antiguo monasterio el monje jardinero llevaba varias semanas preocupado. Había anunciado su visita el abad de otro cenobio cuyo jardín era reputadísimo, e importaba no desmerecer ante sus ojos. Para eso el monje venía perfeccionando el pequeño microcosmos de su jardín, repasando las ondas de arena finísima que representaban el océano, tallando el boj delimitador, aclarando el musgo y los líquenes que envejecían la roca central, símbolo de la montaña sustentadora del cielo. La víspera de la anunciada visita su propio abad acudió a felicitarle, pero el monje se sentía inquieto ante su jardín: algo faltaba. De pronto tuvo una inspiración. Se acerco al cerezo que descollaba entre los arbustos y sacudiéndolo con cuidado logró desprender de una rama la primera hoja del otoño. La hoja osciló despacio en su caída y se convirtió en una mancha amarillenta sobre el verdor impoluto del césped. El monje sonrió: el jardín perfecto quedaba completado con la imperfección. Ahora si representaba el cosmos.

Quisiera poder desempeñar aquí, al menos, la misma función que aquella hoja. Y quisiera creer, además, que mis palabras no han disonado demasiado en la serena armonía de esta solemnidad.

Muchas gracias.

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